Entretanto hallaba su verdadera vocación, Joe The Hammer, nacido Joseph Broodyhen, se perdió en probaturas, tentó la suerte en múltiples ocupaciones,se enredó en oficios estrafalarios que no le reportaron satisfacción alguna. Hasta que un día tuvo una revelación: entregaría su vida a la práctica del boxeo profesional. Joe The Hammer era un pionero, y como tal se conjuró consigo mismo para dejar profunda huella en la historia del pugilismo mundial. No, él no sería un boxeador más. Él inauguraría una nueva era fundada en una técnica de combate hasta entonces inconcebible. Sería el nuevo marqués de Queensberry, el inventor y único apologista de una nueva manera de concebir la lucha, una modalidad inspirada en la meditación y la introspección, una innovadora concepción del pugilato que vino en bautizar “pugilismo estático”.
Nacía un arte reservado a atletas excepcionales, espíritus superiores capaces de perseguir un fin moral aun con desprecio de sus propias vidas.En su primer combate, The Hammer cumplió con exquisita observancia todos los rituales del viril deporte de las doce cuerdas. Subió al ring, botó sobre la lona con pequeños y reiterados saltitos, saludó al respetable con las manos enguantadas sobre la cabeza, se despojó del batín, cruzó manos con el oponente en un gesto de nobleza. Cuando el gong anunció el comienzo del primer asalto, y para sorpresa general, Joe permaneció inmóvil, todos y cada uno de sus músculos sin actividad alguna, los párpados abiertos como los de un búho, la respiración contenida. La cabeza de un león africano disecado sobre la chimenea de la mansión de un lord habría resultado irritantemente dinámica en comparación con la obstinada quietud de Joe. “En esto consiste el pugilismo estático”, explicaba mientras tanto en el rincón su entrenador, Leslie Pretty Philby.Bastó una, la primera, sonora y dolorosa, para que el boxeador inmóvil se derrumbara cuan largo era. El árbitro decretó knock out y se limpió las salpicaduras de sangre que motearon el cuello de su camisa impoluta. El público, entre estupefacto y divertido, fue retirándose hacia las salidas. Aquello constituyó el final del “pugilismo estático” y la renuncia a una prometedora carrera deportiva.El equipo de neurocirujanos no ocultó su preocupación a la familia. “Los daños cerebrales han sido masivos”, informó. Coágulos, aneurismas, lesiones irreversibles en el cerebelo. Desahuciado para el boxeo, y tras una rehabilitación que se prolongó a lo largo de varios meses, Joe The Hammer, ahora de nuevo Joseph Broodyhen, resolvió reorientar su vocación hacia otras actividades cuyo ejercicio resultara compatible con sus ahora mermadas facultades intelectivas. Y fue así como se metió a periodista. Especializado en análisis político y estrategias de partido.Casos como el de Joseph Broodyhen, púgil frustrado y periodista conspicuo, son los utilizados por las enciclopedias, los catecismos y los manuales esotéricos para sostener que todo ser humano está marcado desde su nacimiento por su destino. Nada que objetar, al menos en el caso de nuestro sportman. Todo estaba escrito para Broodyhen: la fecha de su alumbramiento, su éxito como analista de los acontecimientos de su época en las páginas de The Times y, por encima de todas las cosas, la hostia que lo aleló en el cuadrilátero.Sobre sacrificios como éstos se ha erigido la grandeza del Imperio.
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