No ha de extrañar que los pollos de la granja avícola Hermanos Painfulpeck se hayan visto seducidos por el atractivo del mostrador que preside la pollería Viuda de Silvester Thigh, ubicada en pleno centro del mercado de abastos. Durante años, la rutina en la granja de los Painfulpeck condenó a generaciones de pollos a la alienación y el aburrimiento. La intensidad de la luz que despedían las bujías utilizadas para iluminar el recinto, infatigables día y noche para confusión de la población aviar, invitaban a los animales a comer compulsivamente. Era digno de ver el espectáculo que ofrecían miles de pollos confabulados en una coreografía de cuellos que ascendían y descendían mientras una sinfonía de cloqueos y golpes de pico señalaba el ritmo de los danzantes. Los abuelos y los padres de estos pollos no concibieron más vida que la del hacinamiento, el hartazgo de grano y el penetrante hedor a mierda de ave.
Los hijos del señor Painfulpeck, contrariando de este modo las técnicas tradicionales con las que su padre había conducido el negocio, implantaron nuevos métodos, diseñaron modernas estrategias de producción, sustituyeron viejos e ineficaces hábitos. Y con todo ello procuraron la felicidad de aquellos desgraciados abocados al destino fatal de la pepitoria.
Aplicando las más modernas teorías de la psiquiatría animal, con particular atención a aquéllas que fueron urdidas para la descripción de la conducta social del pollo común, los Painfulpeck instalaron en cada una de las esquinas de las granjas potentes aparatos radiofónicos de un tamaño desusado que ofrecían, sin descanso, la programación de las estaciones de radio más celebradas del condado.
En un principio, la novedad no turbó a los pollos que, como hasta entonces habían hecho sus padres y los padres de sus padres, continuaron picoteando el suelo a la búsqueda de grano. Bastaron unos pocos días, sin embargo, para que comenzara a advertirse un cambio en el comportamiento de las aves. Los animales empezaron a abandonar la rutina de la deglución incontinente de grano y comenzaron a formar grupos delante de los aparatos.
Había transcurrido apenas una semana desde que instalaron los receptores de radio cuando los pollos descubrieron el mostrador de la viuda de Silvester Thigh. La que fuera esposa del pollero era entrevistada por un avezado reportero, quien describía a los radioyentes la deslumbrante estampa de la pollera, con su bata de un blanco impoluto sólo maculado por una pequeña piltrafa de carne adherida a la solapa. Mientras la viuda hablaba, los pollos imaginaban ensimismados el mostrador donde eran exhibidos media docena de sus congéneres, limpios como ninguna de las aves de la granja lo había estado jamás, coquetamente dispuestos en una sucesión armónica y premeditada, ornados con unas cintas púrpuras que festoneaban las patas amarillas. Y todos adquirieron la certeza de que en el mostrador de esa pollería residía la felicidad.
La pollería que fue de don Silvester Thigh era para estas aves aisladas e inexpertas una metáfora que cada individuo adaptaba a sus aspiraciones vitales, a sus deseos más íntimos, a las expectativas que, éstas sí en todos los casos, habían sido alimentadas por la programación de la radio. Unos veían en el mostrador la encarnación de los distinguidos gabinetes donde las damas de buena sociedad recibían a lo más selecto de la burguesía local,y se soñaban departiendo con el primer ministro o celebrando en la Casa Blanca una ocurrencia del mismísimo presidente Roosevelt, todo ello ante la vigilancia curiosa de las amas de casa, los limpiabotas y los guardias de seguridad del mercado. Otros, entusiastas lectores de The Wall Street Journal, convirtieron el establecimiento de la viuda del pollero en su particular tribuna del Congreso, y se soñaron lanzando soflamas desde el mostrador, luciéndose ante los cargos directivos del partido, demócrata o republicano,según las preferencias del caso, cacareando verdades ante un auditorio integrado por sus señorías y por la brótola que, recostada sobre el mármol del puesto de enfrente, les observaba atentamente con sus ojos desmesurados. También hubo quien se soñó gobernador en Alaska, escritor, amante de una rica aristócrata, periodista de renombre, académico, científico ilustre, primer bailarín del Bolshoi, estrella del cinematógrafo, asesor personal de Sir Alfred Ignatius Fox, aquel inglés tan renombrado, banquero
multimillonario, héroe de la navegación aérea transoceánica, presidente de la Reserva Federal, príncipe heredero de Liechtenstein y amante inagotable. Un par de electrodos sabiamente ubicados, una corriente demoledora y Benny, el pollo más veterano de la granja, cacareó su último aliento. El alma se le escapó a Benny por la pechuga de pollo aunque, habituado al vuelo corto en vida, supo manejarse con cierta destreza para situarse sobre la vertical de su propio cuerpo, exánime y ya depositado sobre el mostrador de la pollería. Mientras celebraba su suerte, la que había de entregarle a una eternidad repleta de dicha en el expositor del establecimiento más afamado del mercado, observó no sin espanto cómo la señora viuda de Silvester Thigh tomaba entre sus manos el cuerpo que un día fue el suyo y le introducía un limón vía rectal. Y fue así como acabó de convencerse de que no era sensato fiarse de la radio.
Los hijos del señor Painfulpeck, contrariando de este modo las técnicas tradicionales con las que su padre había conducido el negocio, implantaron nuevos métodos, diseñaron modernas estrategias de producción, sustituyeron viejos e ineficaces hábitos. Y con todo ello procuraron la felicidad de aquellos desgraciados abocados al destino fatal de la pepitoria.
Aplicando las más modernas teorías de la psiquiatría animal, con particular atención a aquéllas que fueron urdidas para la descripción de la conducta social del pollo común, los Painfulpeck instalaron en cada una de las esquinas de las granjas potentes aparatos radiofónicos de un tamaño desusado que ofrecían, sin descanso, la programación de las estaciones de radio más celebradas del condado.
En un principio, la novedad no turbó a los pollos que, como hasta entonces habían hecho sus padres y los padres de sus padres, continuaron picoteando el suelo a la búsqueda de grano. Bastaron unos pocos días, sin embargo, para que comenzara a advertirse un cambio en el comportamiento de las aves. Los animales empezaron a abandonar la rutina de la deglución incontinente de grano y comenzaron a formar grupos delante de los aparatos.
Había transcurrido apenas una semana desde que instalaron los receptores de radio cuando los pollos descubrieron el mostrador de la viuda de Silvester Thigh. La que fuera esposa del pollero era entrevistada por un avezado reportero, quien describía a los radioyentes la deslumbrante estampa de la pollera, con su bata de un blanco impoluto sólo maculado por una pequeña piltrafa de carne adherida a la solapa. Mientras la viuda hablaba, los pollos imaginaban ensimismados el mostrador donde eran exhibidos media docena de sus congéneres, limpios como ninguna de las aves de la granja lo había estado jamás, coquetamente dispuestos en una sucesión armónica y premeditada, ornados con unas cintas púrpuras que festoneaban las patas amarillas. Y todos adquirieron la certeza de que en el mostrador de esa pollería residía la felicidad.
La pollería que fue de don Silvester Thigh era para estas aves aisladas e inexpertas una metáfora que cada individuo adaptaba a sus aspiraciones vitales, a sus deseos más íntimos, a las expectativas que, éstas sí en todos los casos, habían sido alimentadas por la programación de la radio. Unos veían en el mostrador la encarnación de los distinguidos gabinetes donde las damas de buena sociedad recibían a lo más selecto de la burguesía local,y se soñaban departiendo con el primer ministro o celebrando en la Casa Blanca una ocurrencia del mismísimo presidente Roosevelt, todo ello ante la vigilancia curiosa de las amas de casa, los limpiabotas y los guardias de seguridad del mercado. Otros, entusiastas lectores de The Wall Street Journal, convirtieron el establecimiento de la viuda del pollero en su particular tribuna del Congreso, y se soñaron lanzando soflamas desde el mostrador, luciéndose ante los cargos directivos del partido, demócrata o republicano,según las preferencias del caso, cacareando verdades ante un auditorio integrado por sus señorías y por la brótola que, recostada sobre el mármol del puesto de enfrente, les observaba atentamente con sus ojos desmesurados. También hubo quien se soñó gobernador en Alaska, escritor, amante de una rica aristócrata, periodista de renombre, académico, científico ilustre, primer bailarín del Bolshoi, estrella del cinematógrafo, asesor personal de Sir Alfred Ignatius Fox, aquel inglés tan renombrado, banquero
multimillonario, héroe de la navegación aérea transoceánica, presidente de la Reserva Federal, príncipe heredero de Liechtenstein y amante inagotable. Un par de electrodos sabiamente ubicados, una corriente demoledora y Benny, el pollo más veterano de la granja, cacareó su último aliento. El alma se le escapó a Benny por la pechuga de pollo aunque, habituado al vuelo corto en vida, supo manejarse con cierta destreza para situarse sobre la vertical de su propio cuerpo, exánime y ya depositado sobre el mostrador de la pollería. Mientras celebraba su suerte, la que había de entregarle a una eternidad repleta de dicha en el expositor del establecimiento más afamado del mercado, observó no sin espanto cómo la señora viuda de Silvester Thigh tomaba entre sus manos el cuerpo que un día fue el suyo y le introducía un limón vía rectal. Y fue así como acabó de convencerse de que no era sensato fiarse de la radio.
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