Edward Athanasius Fox, quinto hijo habido del matrimonio entre Alfred Ignatius Fox y Margaret Gertrud Gwendolen Merryweather, ha sido el más celoso albacea de la obra de su padre. El menor de los vástagos del genial autor inglés no sólo ha sometido a detenido escrutinio todas y cada una de las ediciones de las obras firmadas por su padre, sino que también ha ejercido una implacable fiscalización de la labor de los traductores que han vertido a 70 idiomas diferentes los ensayos, novelas, poemarios y, en definitiva, la producción completa del gran creador de Manchester. La carrera de Lorenzo Stappleton no pasó inadvertida para Edward A. Fox. El texto que a continuación se extracta pertenece a su obra “Daddy translated: From Lorenzo Stappleton to Monzaemon Mochizuki”.

La de Lorenzo Stappleton era una existencia vulgar, anodina. No siempre había sido así. Durante sus años de formación, los profesores de la facultad de Filología Inglesa de La Laguna le auguraron un porvenir brillante. Encomiaban su disposición al estudio, la claridad de sus exposiciones, su exquisito acento londinense, su profundo conocimiento de los autores más sesudos y los ensayos de más ardua lectura, su desinhibición y alegría juveniles. No supo estar a la altura, pese a todo.
Su primera gran obra, su empresa más codiciosa, tenía que haber sido una documentada traducción del “Ulises” , acompañada, a modo de extenso prólogo, de un estudio minucioso y perspicaz que evidenciase los mecanismos empleados en su construcción. Aquel proyecto, en un inicio concebido con unas dimensiones colosales, quedó reducido a cinco folios mecanografiados que no pudieron merecer otro título que aquél con el cual, decepcionado de sí mismo e irritado por su propia incapacidad, Stappleton encabezó el primero de los párrafos: “Ulysses, by James Joyce: My God, what is this?”.

El fracaso no persuadió a Stappleton de su vocación primera. Era cierto que como traductor resultaba una perfecta nulidad, el colmo de la negligencia. Pero, y a pesar de que él era el primero en reconocer sus limitaciones, no dejaba de juzgar que el arte de verter a la lengua propia los pensamientos urdidos en otro idioma constituía una expresión de amor, la manifestación de una fraternidad universal que enlaza en un mismo abrazo a todos los miembros de la especie. Decir con las palabras propias lo que otro ha pensado con las suyas para facilitar a todos la comprensión del mundo. Aferrar el párrafo, despedazarlo en fragmentos y triturar éstos hasta que todo quede reducido a polvo de palabra que, confundido sabiamente en una nueva argamasa, será modelado con paciencia para conferirle una forma reconocible, un aliento nuevo y familiar, y así, en esta alquimia, conseguir que Hamlet, Raskólnikov y Emma Bovary expresen su dolor, su remordimiento, su decepción en un perfecto y comprensible castellano.
La existencia de Stappleton transcurría inadvertida para el resto de sus contemporáneos, lo cual le garantizó la discreción que precisaba para la ejecución exitosa de sus nuevos planes. Stappleton pensó que si la pericia del traductor permitía al lector sumergirse en una obra escrita en un idioma que le era completamente desconocido, había de existir, sin duda alguna, un código que de manera similar revelase el significado de los silencios de las conversaciones, la verdadera intención de las miradas, el sentido oculto de los gestos nerviosos, la falsedad escondida en las felicitaciones, la envidia emboscada en las descalificaciones, la impostura larvada en las promesas que no piensan cumplirse… Stappleton confiaba en descubrir esa lengua franca, la clave secreta con la que traducir la vida.El traductor frustrado se condujo con cautela, sin dejarse seducir por entusiasmos que pudieran hacer peligrar el rigor metodológico de la empresa. Haciendo uso de una paciencia digna de elogio, pronto llegó el momento de someter a examen las primeras hipótesis. De ser confirmadas, conforme a los criterios que requiere cualquier conocimiento que aspire a merecer el título de científico, habría dado con el código universal que le permitiría descifrar las auténticas intenciones de la humanidad.
El camino no estuvo exento de riesgos. Stappleton recuerda todavía con rubor el error de apreciación (uno de ésos que resultan tan comunes en este tipo de experimentos científicos) que le movió a tomar el guiño confianzudo de un portero de discoteca por una insinuación de índole sexual, equívoco que acabó con sus huesos quebrantados en la sala de traumatología del hospital de Algeciras. La reserva con la que se desarrolla el proyecto no nos ha permitido disponer de noticias recientes acerca del estado actual de la investigación. Stappleton, sin embargo, incentivado por el nuevo sentido que ha tomado su vida, ha cobrado ánimos suficientes para retomar su actividad profesional. Hace apenas un mes, el Instituto de Estudios Campogibraltareños ha publicado su monografía “Mr. Pickwick and his late mother”. En los corrillos culturales de su ciudad se baraja su nombre como futuro beneficiario del más alto galardón que concede el Ayuntamiento de Algeciras: el Especial de Pura Cepa con distintivo blanco roto.

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