Existen estudios que avalan la tesis de la extraordinaria antigüedad de la literatura laudatoria. Su aparición vino a sosegar a los millones de cortesanos zalameros que no supieron cómo congraciarse con el poder hasta que la civilización sumeria tuvo la feliz ocurrencia de idear la escritura cuneiforme. El profesor Sven Lundgren, de la Universidad de Estocolmo, sostiene la hipótesis de que el primer exponente de literatura elogiosa se remonta al año 2300 a. C., fecha en la que ha sido datada la conocida por los expertos como “la tablilla Lundgren”, donde figura una trabajada inscripción en la que se da minuciosa cuenta del gracejo, la apolínea figura, el descollante intelecto, la amena conversación y la insólita fogosidad sexual de un rey acadio anónimo. El nombre del trepa que lo escribió permanece oculto tras el velo de la historia.

La literatura halagüeña ha servido al ser humano para canalizar esa inclinación tan suya a dedicar lisonjas a quienes, más tarde o más temprano, y en justa retribución, le nombrarán primer ministro, almirante de la flota de Su Majestad o virrey de la India.

La intención de este opúsculo va más allá de una apología del género encomiástico. El propósito que aquí nos anima es el de instruir en los secretos de tan exigente modalidad literaria al avezado lector, quien, por qué no, quizás pueda llegar a erigirse en un afamado cultivador del elogio y el exceso admirativo con tan sólo atender a nuestras recomendaciones. Lea atentamente, aprehenda el sentido esencial de cada uno de los consejos a continuación expuestos y le garantizamos que, con poco esfuerzo, acabará convertido en el ejemplo más hermosamente acabado de lo que viene considerándose por los especialistas como el prototipo del perfecto pelota.
En este empeño didáctico nos serviremos de las sabias indicaciones recogidas por el escritor anglo-hispano y poeta menor Constancio Kneeling, autor del celebrado manual “Brief guide of the literature of praise or How I earned the bread of my children”. Escribe Kneeling lo que sigue:
“El escritor de panegíricos ha de considerar en primerísimo lugar qué personaje se constituirá en objeto de sus alabanzas y requiebros. El sentido común recomienda que el glorificado por nuestros escritos sea un sujeto en disposición de recompensar tales halagos con una sinecura o con cualquier otro beneficio que premie la dedicación que hemos empeñado en la exaltación de sus cualidades. No soy contrario a la literatura laudatoria fúnebre, siempre y cuando los herederos del difunto dispongan de los fondos e influencia suficientes para compensar los desvelos del escritor zalamero entregado a la tarea de inventar virtudes al fiambre”.
“En segundo lugar, se hace del todo recomendable que las piezas de este género sean difundidas a través de la prensa escrita, expediente que garantiza la máxima publicidad y, con ella, el agradecimiento superlativo del homenajeado. No olvide que cuanto mayor sea el diámetro del ego del patrón, mayor será el estipendio que recibiremos”.
“Finalmente, y en esto habrá de poner todos sus sentidos, embosque tras cuantos eufemismos resulte necesario los defectos, taras e incapacidades del protagonista de su elogio. Si es un ignorante, puede presentarlo como un ser humano de entendimiento ligero, y no estará mintiendo pues nada hay más ligero que el vacío; si el ensalzado es un zafio que tiene por hábito la grosera práctica de hurgarse la nariz a la búsqueda de la piltrafa macerada en las mucosas, usted puede corregir con su pluma tan reprobable vicio diciendo de su protegido que es un hombre de mucho tacto…Y así con todo”.
Hasta aquí los consejos de Kneeling, poeta menor y cumbre de la literatura laudatoria. Confiamos en que tan sabias advertencias les hayan sido de provecho. Por mi parte, no quisiera concluir sin expresar mi agradecimiento a quienes con su ejemplo han hecho posible la redacción de este opúsculo: al señor Basil Glide, cuya eficiente gestión de los intereses municipales ha constituido para mí inspiración permanente; al ilustre escritor y polígrafo, gloria de las letras británicas, Sir Alfred Ignatius Fox, cuya vasta formación humanística me ha servido de faro en la labor literaria; al difunto Lord Herbert Reginald Montague, cuyo vigor intelectual ha brindado a mis composiciones la sabia sombra protectora que precisaban. Y cómo olvidar al distinguido Herbert Radish, propietario de la editorial que ofrece su generosa protección a este humilde obra mía, hombre excelente a quien la común opinión reconoce, y no sin razones, como uno de los empresarios más atractivos de su generación.
Muchas gracias a todos, y pónganme a los pies de sus señoras.

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