La existencia del hombre es una aventura plagada de amenazas. Ahí afuera acecha un sinnúmero de virus en permanente mutación, una turba de microbios ansiosos por asentarse en nuestras mucosas, un sinfín de sustancias ponzoñosas emboscadas en los más apetecibles alimentos. La vida no es sino una continua batalla, un combate sin tregua, una guerra sin cuartel entre el individuo y un medio hostil. Históricamente, el hombre, perdido en un mundo tan inclemente, ha procurado proveerse de los instrumentos y el bagaje necesarios para defender su salud y, con ella, su propia vida. La medicina ha servido de égida contra los embates de la enfermedad, de protección no pocas veces impenetrable para la voracidad de gripes, sarampiones y paperas. La ciencia de Galeno e Hipócrates nos ha legado los medios para demorar la muerte.
La medicina ha alcanzado cimas entre las que no sería honrado silenciar algunas de las que tenemos por más afortunadas y providenciales: el ácido acetil salicílico, el linimento Sloan, el jerez amontillado y la obra literaria de Derrick de Marney, cuya lectura se ha revelado eficacísima en el tratamiento de los desarreglos del sueño.
La revolución industrial, el bienestar propiciado por el desarrollo de las grandes compañías coloniales y el progreso incontenible de los nuevos medios de transporte introdujeron no pocos cambios en la visión que el inglés medio tuvo siempre sobre la vida y su inevitable finitud. Persuadidos de que la domesticación de nuestros hábitos vitales nos proporcionaría la lozanía, belleza y permanente juventud de la que hacían gala los caballeros y damas de la alta sociedad, muchos se empeñaron en extremar los cuidados, en adquirir nuevas rutinas y, al cabo, en desterrar cualquier atisbo de amenaza a su supervivencia. Y no es lo peor este afán por la preservación de la propia salud, sino la convicción que anida entre muchos de que, con las atenciones adecuadas y la observancia de las prevenciones recomendadas por los expertos, resulta absolutamente improbable morirse.
Pues efectivamente, hay por ahí individuos que, aunque parezca mentira, continúan convencidos de que nunca acabarán con una mortaja afianzándoles la mandíbula mientras su cuñada le despelleja, aunque difunto, en la cocina. Creen, y es una convicción más extendida de lo que parece, que si un ser humano observa hábitos saludables desde su más tierna edad no existe posibilidad alguna de que nada se lo lleve para el otro barrio. Pues, si uno no fuma, no bebe, no consume alimentos ricos en grasas y azúcares, abomina de las carnes rojas, los pasteles, los helados y las golosinas, erradica de su dieta la sal y las salsas especiadas, integra en sus hábitos alimenticios el consumo de frutas y legumbres, practica una hora diaria de ejercicios atléticos y suprime la visita dominical a casa de la madre política, si un hombre hace todo esto, ¿qué fuerza hay en el mundo capaz de arrebatarle la vida? Ninguna.
Los muchos que así piensan tienen para sí que sólo un acto de violencia extrema, un suceso imprevisible, una desgracia colosal podría poner fin a su existencia. La mayor de las amenazas, la que más inquieta a estos individuos, es sin lugar a dudas, la del aplastamiento a consecuencia de la caída de un piano de cola sobre sus cabezas. Ellos consideran que sólo un accidente de este carácter podrían dar con sus huesos en la tumba. Y es por esto por lo que –y basta con ser un mediocre observador para darse cuenta- todos ellos eluden las proximidades de los conservatorios.
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