LA PROVERBIAL LUCIDEZ DE LORD HERBERT REGINALD MONTAGUE. IN MEMORIAM, esbozo biográfico recogido de la obra de Sir Alfred I. Fox "Warriors of faith"
Lord Herbert Reginald Montague (1833 - 1920) fue tenido en vida como uno de los más ilustres hombres públicos que jamás rindieron servicio a Su Majestad la Reina Victoria. El nombre y obra de Lord Montague alcanzaron los confines del Imperio, celebridad que sus contemporáneos atribuían a una oratoria excelente, una rígida moral anglicana y un intelecto vivo y punzante. En realidad, y esto era una verdad tan sólo conocida en su círculo familiar y entre el personal de su servicio doméstico, Lord Montague era un cretino, lo que en ésta y en otras épocas se ha venido en llamar un perfecto idiota.
La fama de este hijo esclarecido de Inglaterra se forjó en las disputas electorales en las que intervino. Las gentes estimaban el mérito de sus ponderados discursos y medidas razones, armas a las que Lord Montague recurría en tiempo de elecciones. Pero, si como ya hemos advertido, Lord Herbert Reginald Montague era propiamente un majadero, un cenutrio, un tonto del haba, ¿cómo es posible que la posteridad haya acogido en su selecto seno a un mastuerzo tan fenomenal?
Para dar cumplida respuesta a tan razonable objeción habrá que explicar que este conspicuo caballero de la Reina hizo carrera política gracias al extraño síndrome que le aquejaba, una corrupción de los mecanismos del pensamiento que la psiquiatría tardaría todavía décadas en describir. Pues resulta que Lord Montague, enfrentado a un público enardecido, subía al estrado y comenzaba a hablar con encendido apasionamiento, descubriendo, para su sorpresa, que, debido a sus dificultades en el manejo de su propio idioma y de su sistema neuronal, lo que decía no tenía nada que ver en absoluto con lo que pretendía decir, que las ideas que creía alumbrar en su cerebro se convertían en una cosa completamente distinta cuando salían de su boca para difundirse entre el auditorio. Y, lo que se antoja más admirable, acababa diciendo algo que resultaba infinitamente más brillante que lo que había pensado decir.
Si hemos de buscar un símil eficaz, podríamos decir que Lord Montague era como el cazador que avista una perdiz, se apresura a asegurar el arma contra el hombro, dirige el cañón de la escopeta en dirección a la cabeza del malhadado animal, afianza el dedo en el gatillo, dispara…y acaba abatiendo a un elefante. Del mismo modo, el cráneo de Lord Montague albergaba ideas-perdiz que, cuando escapaban de entre sus labios para el conocimiento público, se convertían, sin intervención alguna de su voluntad, en ideas-paquidermo.
El legado y las enseñanzas de Lord Montague permanecen vivos en nuestros días. Lo que el síndrome Montague nos invita a entender es que el éxito de una campaña electoral no depende tanto de las ideas como de la apariencia. Nuestro candidato puede ser un idiota, pensar como un idiota, tener, incluso, unas facciones ante cuya contemplación no quepa duda alguna de que se trata de un idiota. Pero, y esto es lo fundamental, el éxito electoral depende de que no parezca un idiota.
El idiota de Lord Montague no lo habría explicado mejor.
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