La pieza que aquí se pasa a transcribir constituye uno de los hitos más controvertidos de la historia de la psiquiatría británica. El periodista Edward D. Malone, del Daily Gazette, fue testigo de la sesión de hipnosis a la que la prestigiosa médica psiquiatra Harriet Jennings sometió el 13 de mayo de 1912 a un paciente cuya identidad se oculta en el documento bajo el alias de George. Malone publicó una acabada reconstrucción de las revelaciones que, bajo la influencia del trance hipnótico, George confió a Jennings. ¿Quién era George? Las hipótesis acerca de la verdadera personalidad que se emboscaba tras este alias han sido muchas y variopintas. Johnathan Samuelson-Meredith, autor de la monografía “Who is George?” (1935), pretendió haber descubierto que el paciente de aquella celebérrima sesión psiquiátrica fue el mismísimo Lord Herbert Reginald Montague. Las tesis de Samuelson-Meredith, sostenidas sobre cimientos de muy escasa consistencia, fueron desmontadas por Fumio Hayasaka, historiador de la ciencia japonés y autor de la biografía “My dear Harriet and the unknown George” (1971). Para escándalo e indignación de la sociedad británica, Hayasaka afirmaba en su obra que George no era sino un heterónimo de Sir Alfred Ignatius Fox.
La imagen que ilustra el texto tampoco es ajena a la polémica. Ofrecida a la consideración pública por el escritor Derrick de Marney, detractor proverbial de Sir Alfred, fue presentada como la prueba irrefutable de la participación de Edwina Fox, madre del autor de "The virtuous man", en el secuestro y posterior asesinato del violinista Otto von Wagenheim. Aunque algunos peritos pusieron en duda la autenticidad de la imagen, el rostro de la anciana que blande la cachiporra frente al músico austriaco fue identificado por algunos testigos como el de Lady Edwina. Fox siempre acusó a De Marney de haber manipulado la fotografía con aviesas intenciones. En un ejercicio de prudencia, y conforme a las recomendaciones que nos han sido formuladas por nuestros asesores jurídicos, los editores de este blog han decidido ocultar el rostro de la protagonista de la foto.

Este hombre que veis aquí, tendido sobre el diván, cuya inusual dolencia ocupa toda la atención de la médica psiquiatra, es una gloria nacional, un talento escogido, uno de esos entendimientos privilegiados que el mundo alumbra con tacañería. Sí, desde luego, éste no es un hombre cualquiera.
Novelista y poeta, analista político, diletante, melómano de reconocida sensibilidad, experto sumiller, crítico de arte… Pese a su vasta experiencia profesional, la psiquiatra se siente cautivada por la peculiaridad del caso clínico, la extravagancia de la sintomatología descrita, la ausencia de antecedentes en la literatura científica que permitan establecer paralelismos, extrapolaciones, conexiones razonables.
“¿Qué me pasa, doctora?”, pregunta angustiado George.
Temor a ser descubierto se llama el padecimiento de este individuo. Pero la doctora no tiene por qué saberlo.
Inopinadamente, el paciente, asaltado por un arrebato de sinceridad, se confía a la docta opinión de la terapeuta:
“La adolescencia, sí, fue durante la adolescencia, de manera más precisa en aquel momento en el que mamá descubrió que su hijo, yo, comenzaba a revelarse como un jovenzuelo sin brillo, dotado apenas de una inteligencia anodina y un genio vulgar. Mamá me empujó a ello, mamá me obligó, fue mamá…”, gime el paciente sumido en un trance hipnótico.
“Ella ansiaba el beneplácito del pueblo, anhelaba mi coronación como prócer y ciudadano ilustre, el más notable de los hijos de la nación británica. Tales aspiraciones chocaban sin remedio contra una barrera infranqueable: yo era una criatura escasamente perspicaz o, como debería decir si fuese un punto más sincero, yo era un tonto de baba. Pero mamá lo tenía todo planeado. Ya que su vástago carecía de las aptitudes que se exigen a un hombre de mundo, tomaría prestado el talento ajeno. El proyecto de mamá resultaba fascinante y atroz a partes iguales”.
Aquí, la doctora Jennings toma un vaso de agua de la mesita, bebe a sorbitos cortos. El paciente prosigue inalterable su confesión.
"Mamá los seleccionaba por la lucidez y erudición de sus conocimientos en cada una de las parcelas del saber. Nadie puede rechazar la invitación de una amable anciana que te requiere para que la acompañes a su casa a tomar una tacita de té. Mamá los seducía, los engatusaba, y ellos accedían. Resultaba imposible negarse a esa voz melosa, a esos ojos generosos, a esa calidez maternal, a la frialdad del cañón de la Smith & Wesson del calibre 22 apoyado en la nuca”.
En este punto, la doctora siente como el vello del brazo se le eriza.
“Mamá construyó para ellos un zulo disimulado bajo las losetas de la alacena. El poeta, a quien debo mis más sonoros éxitos literarios, fue el primero de los secuestrados. Mis célebres aforismos sobre el arte y el sentido estético son obra de un conservador de la National Gallery a quien mamá raptó en 1896 durante una visita a la pinacoteca de las beneméritas activistas del Ejército de Salvación. No puedo olvidar en esta relación de mis colaboradores a Otto von Wagenheim, primer violín de la Filarmónica de Viena, y autor de mis tratados de antropología de la música, mi biografía de Franz Liszt y mi concierto para trompeta barroca. Fue quien mayor resistencia opuso, terquedad que le valió una ostentosa cojera, la que le dejó un certero disparo de mamá en el maléolo tibial”.
“Acomodado en la cima de la fama y beneficiario del reconocimiento de la nación, comenzó a correr el rumor. Querían hacerme consejero de Buckingham Palace. Mamá actuó con diligencia. Mi secreto no podía ser conocido. El cadáver del poeta fue descubierto mientras flotaba indolente sobre las aguas del Támesis. Nadie reclamó el cuerpo. Otto y el conservador de la National Gallery fueron descuartizados, embalados en un sarcófago de plomo y remitidos por correo franqueado a una dirección inventada en un poblacho perdido de las montañas de Afganistán. El resto de mis colaboradores corrió similar suerte”.
“Ya no hubo más atinados análisis sobre la situación política contemporánea, no más inspirados versos ni composiciones sinfónicas. No tenía nada que decir. Quienes parían mis ideas, mis opiniones, habían sucumbido a la eficacia de mamá. El mastuerzo que yo era comenzó a hacerse visible. Y fue entonces cuando todo el mundo adquirió la certeza de que me harían consejero de la Corona”.

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