Con la aparición en 1909 del artículo “The Afghan recipe of the roast beef”, Sir Alfred Ignatius Fox inaugura la fecunda y prolongada colaboración que hasta escasos meses antes de su muerte mantuvo con el diario británico The Times. El autor de “The virtuous man” siempre diputó como uno de sus mayores orgullos la columna que bajo el título “Finger in the eye” publicaba con periodicidad semanal el diario. El texto que más abajo se reproduce fue incluido a modo de prólogo en la antología de textos periodísticos que en 1952 la London University Press encomendó al catedrático Wilbur Bored, cuya esforzada labor alumbró dos gruesos volúmenes que salieron al mercado con el título “Fox in the press”. Bored mantuvo hasta el fin de sus días que el texto era obra manuscrita del propio Fox quien, entusiasmado por la encomienda recibida de The Times, no quiso ocultar la desbordante felicidad que le procuraba ser, a sus apenas 30 años, uno de los articulistas más afamados del mayor de los periódicos ingleses.
Décadas más tarde, el periodista galés Rhys Follet sembraría insensatas dudas acerca de la autoría del texto en su insultante opúsculo “Fox, the pox”. “Ni siquiera Fox podía llegar a ser tan sandio como para dar a la imprenta un escrito que le presenta como lo que en realidad fue: el más acabado ejemplo de cretino británico”, escribió Follet. Las opiniones del galés merecieron la severa crítica de las élites culturales de la Inglaterra de los 60, que reprocharon la falta de sensibilidad y tacto con la que se condujo hacia quien, sin duda, ha constituido una de las más altas cimas de la literatura heredera de los Chaucer, los Shakespeare y los Byron.
La ignorancia es como la belleza: cuanto más impúdicamente se exhibe, mayor número de admiradores concita. Un mentecato que adopta maneras académicas, sostiene la mirada con convicción mientras diserta y sonríe con menosprecio ante las opiniones ajenas acaba siendo tomado por un hombre notable. Una estupidez defendida con ardor va más lejos que cualquier pensamiento rutilante confiado entre bostezos. Los escritores, cual es mi caso, utilizamos con profusión estas estratagemas.
¿Un comportamiento deshonesto, dice usted? Quisiera verle en mi lugar: un hombre joven, singularmente atractivo y con una oferta sobre la mesa para escribir semanalmente en uno de los diarios de mayor tirada del Imperio. ¡Sucumbir a tal tentación es tan humano! Me cuesta creer que sea usted incapaz de ponderar los extraordinarios beneficios que reporta a un hombre anónimo convertirse en referente para la sociedad de su tiempo, el menor de los cuales no es, desde luego, el enorme prestigio social que se adquiere con la publicación de los textos propios en un periódico cuyos ejemplares son leídos hasta en el más recóndito rincón de la Commonwealth. Particularmente, si es que no peco de soberbia confesándolo, la aparición de mis sesudos escritos en las páginas de The Times me convirtió en un hombre intelectualmente distinguido, con ese charme y ese savoir faire que sólo está al alcance de una selecta minoría. Un hombre irresistible y venerado por la agudeza de sus reflexiones.
¡La vida te sorprende! Me recuerdo antaño, acodado en la barra de una taberna, libando entre groseros sonidos los restos del oporto mientras disertaba sobre el mundo y sus servidumbres. “Este muchacho es un mendrugo”, reconvenían entre dientes mis contertulios.
Nací fuera de mi tiempo, bien lo sé. Pero llegó el día en el que me hice colaborador asiduo e indispensable del más grande periódico diario alumbrado en el seno de una sociedad civilizada. Aunque, justo es reconocerlo, fiel a mis hábitos y querencias, no abandoné esa afición mía por la simpleza burda y el razonamiento sandio. ¡Con la diferencia de que entonces, gracias a la solemnidad que confiere a cualquier banalidad la letra impresa, gozaba de un numerosísimo público lector que se regocijaba con mis necedades! “Este caballero es escritor y periodista”, compartían admirados quienes antes me reprocharon la mismas memeces que ahora escribía.¡Es tal la sensación de plenitud!
Décadas más tarde, el periodista galés Rhys Follet sembraría insensatas dudas acerca de la autoría del texto en su insultante opúsculo “Fox, the pox”. “Ni siquiera Fox podía llegar a ser tan sandio como para dar a la imprenta un escrito que le presenta como lo que en realidad fue: el más acabado ejemplo de cretino británico”, escribió Follet. Las opiniones del galés merecieron la severa crítica de las élites culturales de la Inglaterra de los 60, que reprocharon la falta de sensibilidad y tacto con la que se condujo hacia quien, sin duda, ha constituido una de las más altas cimas de la literatura heredera de los Chaucer, los Shakespeare y los Byron.
La ignorancia es como la belleza: cuanto más impúdicamente se exhibe, mayor número de admiradores concita. Un mentecato que adopta maneras académicas, sostiene la mirada con convicción mientras diserta y sonríe con menosprecio ante las opiniones ajenas acaba siendo tomado por un hombre notable. Una estupidez defendida con ardor va más lejos que cualquier pensamiento rutilante confiado entre bostezos. Los escritores, cual es mi caso, utilizamos con profusión estas estratagemas.
¿Un comportamiento deshonesto, dice usted? Quisiera verle en mi lugar: un hombre joven, singularmente atractivo y con una oferta sobre la mesa para escribir semanalmente en uno de los diarios de mayor tirada del Imperio. ¡Sucumbir a tal tentación es tan humano! Me cuesta creer que sea usted incapaz de ponderar los extraordinarios beneficios que reporta a un hombre anónimo convertirse en referente para la sociedad de su tiempo, el menor de los cuales no es, desde luego, el enorme prestigio social que se adquiere con la publicación de los textos propios en un periódico cuyos ejemplares son leídos hasta en el más recóndito rincón de la Commonwealth. Particularmente, si es que no peco de soberbia confesándolo, la aparición de mis sesudos escritos en las páginas de The Times me convirtió en un hombre intelectualmente distinguido, con ese charme y ese savoir faire que sólo está al alcance de una selecta minoría. Un hombre irresistible y venerado por la agudeza de sus reflexiones.
¡La vida te sorprende! Me recuerdo antaño, acodado en la barra de una taberna, libando entre groseros sonidos los restos del oporto mientras disertaba sobre el mundo y sus servidumbres. “Este muchacho es un mendrugo”, reconvenían entre dientes mis contertulios.
Nací fuera de mi tiempo, bien lo sé. Pero llegó el día en el que me hice colaborador asiduo e indispensable del más grande periódico diario alumbrado en el seno de una sociedad civilizada. Aunque, justo es reconocerlo, fiel a mis hábitos y querencias, no abandoné esa afición mía por la simpleza burda y el razonamiento sandio. ¡Con la diferencia de que entonces, gracias a la solemnidad que confiere a cualquier banalidad la letra impresa, gozaba de un numerosísimo público lector que se regocijaba con mis necedades! “Este caballero es escritor y periodista”, compartían admirados quienes antes me reprocharon la mismas memeces que ahora escribía.¡Es tal la sensación de plenitud!
No hay comentarios:
Publicar un comentario