En la imagen, Fox posa junto a T. E. Lawrence y al rey Jorge V en los páramos anejos al Castillo de Balmoral (1922).
"No sabría decir si carezco de una gran fortuna porque soy un hombre honesto o si soy un hombre honesto porque carezco de una gran fortuna”.
Sir Alfred Ignatius Fox (Manchester, 1879 – Algeciras, 1935)
Fue en los límites de los dominios de Su Majestad donde Sir Alfred se dio de bruces por primera vez con la evidencia de que todo hombre se mantiene virtuoso hasta que se le pone a prueba. Sir Alfred servía a la Reina Victoria en un insalubre puesto militar de Transvaal. Durante una expedición de reconocimiento, su destacamento fue emboscado por una horda de ferocísimos bóers quienes, ajenos a los modales y etiqueta que eran de uso común en la metrópoli, pasaron a cuchillo a los soldados de su Graciosa Majestad. Los valerosos hombres del 58 de a pie de Rutlandshire vendieron caras sus vidas. Perecieron, pero no sin antes haber abatido a una veintena de bóers. Sólo Sir Alfred logró escabullirse de una muerte cierta.
El cuerpo sin vida de un compañero, a quien el enemigo había abierto de un certero disparo una escarapela escarlata en el ojo izquierdo, sirvió de parapeto al por entonces joven soldado, quien se fingió muerto oculto tras el auténtico cadáver. Antes que morir junto a sus compañeros de armas, Fox prefirió, para su vergüenza, huir de su destino y traicionar a la patria. Un comportamiento deshonesto que, sin embargo, le hizo acreedor a una medalla que recibió de manos del mismísimo primer ministro. Le condecoraron por haber sobrevivido.
Fox no sólo no extrajo una enseñanza moral de la infausta experiencia (“la virtud es una cuestión de oportunidad”) sino que juzgó como lo más inteligente utilizar lo aprendido para su medro y beneficio personales. La publicación en 1910 del primer volumen de su “The virtuous man” ya le había valido una crítica entusiasta de Bernard Shaw, a quien retribuyó por ello con un buen puñado de libras. Rudyard Kipling celebró el pintoresquismo que salpicaba su narración del incidente de Transvaal, pasaje íntegramente plagiado de una vieja novela de aventuras de ambiente colonial. Un enardecido Chesterton confesó su admiración por la acerada prosa de Sir Alfred y sus ponderados juicios, aunque, años más tarde, reconocería en sus círculos íntimos no haber leído ni una sola línea de la obra.
Aquellas heridas de guerra y su obra, más densa conforme transcurrían los años y a medida que se incrementaba la nómina de negros a su servicio, le permitieron adornarse con los laureles de Fama. La honestidad de Sir Alfred, aquilatada a ojos de la opinión pública en sus servicios al Imperio, le granjeó la confianza de Jorge V, quien le encomendó la administración y tutela del patrimonio real. El honesto Sir Alfred se condujo con largueza en operaciones de dudosa legalidad cuyos beneficios solían revertir en sus propias cuentas. “Los hombres honestos lo son porque jamás se les ha presentado la ocasión de dejar de serlo”, consignó en el volumen dos de “The virtuous man”. Sus sablazos al tesoro real jamás fueron descubiertos, de modo que su fingida honradez permaneció incólume al tiempo que su fortuna se incrementaba.
La doble vida de Sir Alfred concluyó un 25 de abril de 1935 en las cálidas tierras de Andalucía. Pero dejemos que sea su propio hijo Edward Athanasius, autor del opúsculo apologético “The miracle man", quien nos hable de estas últimas horas con la inevitable devoción filial del caso:
“Sir Alfred no gozó de la muerte gloriosa que merecía su superlativa existencia. Más le habría valido que una bala bóer le hubiese volado la cabeza en Transvaal. Falleció a centenares de millas de la patria, en un soleado rincón de la España meridional, entregado a una de sus pasiones: la entomología. Integrado en una delegación de la Real Sociedad Entomológica de Londres, Sir Alfred exploraba un árido paraje cuando advirtió, emboscada entre los cuartos traseros de un mulo de amenazadora estampa, la presencia de un espléndido ejemplar de saltamontes narigudo. Obcecado por el hallazgo, introdujo la cabeza bajo la panza del équido para alcanzar la valiosa pieza. El cuadrúpedo, que desconfió de la maniobra, no encontró mejor defensa que una certeza coz en el occipucio de aquel hijo predilecto del Imperio. Expiró reconciliado con el Creador”.
Aquellas heridas de guerra y su obra, más densa conforme transcurrían los años y a medida que se incrementaba la nómina de negros a su servicio, le permitieron adornarse con los laureles de Fama. La honestidad de Sir Alfred, aquilatada a ojos de la opinión pública en sus servicios al Imperio, le granjeó la confianza de Jorge V, quien le encomendó la administración y tutela del patrimonio real. El honesto Sir Alfred se condujo con largueza en operaciones de dudosa legalidad cuyos beneficios solían revertir en sus propias cuentas. “Los hombres honestos lo son porque jamás se les ha presentado la ocasión de dejar de serlo”, consignó en el volumen dos de “The virtuous man”. Sus sablazos al tesoro real jamás fueron descubiertos, de modo que su fingida honradez permaneció incólume al tiempo que su fortuna se incrementaba.
La doble vida de Sir Alfred concluyó un 25 de abril de 1935 en las cálidas tierras de Andalucía. Pero dejemos que sea su propio hijo Edward Athanasius, autor del opúsculo apologético “The miracle man", quien nos hable de estas últimas horas con la inevitable devoción filial del caso:
“Sir Alfred no gozó de la muerte gloriosa que merecía su superlativa existencia. Más le habría valido que una bala bóer le hubiese volado la cabeza en Transvaal. Falleció a centenares de millas de la patria, en un soleado rincón de la España meridional, entregado a una de sus pasiones: la entomología. Integrado en una delegación de la Real Sociedad Entomológica de Londres, Sir Alfred exploraba un árido paraje cuando advirtió, emboscada entre los cuartos traseros de un mulo de amenazadora estampa, la presencia de un espléndido ejemplar de saltamontes narigudo. Obcecado por el hallazgo, introdujo la cabeza bajo la panza del équido para alcanzar la valiosa pieza. El cuadrúpedo, que desconfió de la maniobra, no encontró mejor defensa que una certeza coz en el occipucio de aquel hijo predilecto del Imperio. Expiró reconciliado con el Creador”.
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