
La cuñada de Lord Reuben Hayes insistió en que antes de la cena la familia debía conocer las habilidades músico vocales de su pequeño Henry, un niño orondo y perezoso hacia quien el anfitrión de aquella entrañable velada de Navidad sentía un acerbo desafecto. Pero como la cuñada no desistía de su propósito, allá tensáronse las cuerdas vocales del angelito para remover de indignación en su fosa al bueno de Haendel, cuyo Mesías se empeñó en perpetrar aquel monstruo adolescente.
Cesó la interpretación del infante y, con ello, el tormento. La cuñada de Lord Reuben lloraba sinceramente conmovida. Aun así, acertó a balbucir, sofocada por la emoción: “Este niño llegará lejos”. Y Lord Reuben pensó que él mismo podría encargarse.
Lucía el pequeño en su rostro un estridente color berenjena, producto ciertamente de la congestión, cuando todos se sentaron a la mesa. El pródigo Lord Reuben se dispuso a trinchar el pavo para sus invitados, que no fue poco el esfuerzo que hubo de empeñar para evitar la tentación de utilizar el filoso cuchillo contra el niño cantor.
Para entonces, el facundo Sebastian Mortimer, emparentado lejanamente con los Hayes y a quien todos en la familia tenían por tipo de humor franco y desenfadado, ya deleitaba a la concurrencia con uno de sus excesos aerofágicos, alarde que con ruidoso entusiasmo y regocijo acogieron los comensales.
Las fauces de la cuñada devoraban presto la inerme ave mientras una espesa vela de salsa verde se encaminaba morosa desde la comisura de sus labios al acantilado de sus abundosos pechos, los mismos que amenazaban con desparramarse sobre la mesa huyendo de la tiranía del escote. El espectáculo recordó a Lord Reuben la interesante disertación ofrecida días antes en los salones de la Sociedad Geográfica por el afamado naturalista Herbert Sparrow: una charla monográfica dedicada a los hábitos copulativos de la boa constrictor.
Fue entonces cuando apareció el Toby en escena. Era éste un perro feo y malencarado, con la piel tumefacta por los parásitos, del que sus cuñados jamás se separaban y al cual profesaban un tan profundo como inexplicable aprecio. Y allí, en la boca, el Toby portaba, seguramente hurtados de su ingenioso escondrijo en el doble fondo del armario, algunos de los ejemplares de la muy amena y profusamente ilustrada colección de literatura sicalíptica que Lord Reuben había logrado reunir en sus múltiples viajes por el mundo. Humillado, el anfitrión disimuló su azoramiento y propuso un brindis: “Feliz Yom Kippur”.
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