La ascendencia de Sir Alfred Fox sobre los más notables creadores de su tiempo ha sido constatada por un buen número de historiadores y críticos de arte. Uno de ellos, el austríaco Klaus Pinselführung, es el autor de un voluminoso trabajo en el que, clasificados por riguroso orden alfabético, relaciona todos y cada uno de los genios de las bellas artes que, de uno u otro modo, se dejaron seducir e influenciar por la imponente presencia moral del padre de las modernas letras inglesas. “500 essential artists under the aegis of Fox”, magnum opus de Pinselführung, describe con sobrecogedora precisión en la entrada correspondiente a Amedeo Modigliani:
“Tempranamente, apenas tres años después de pintar el retrato de Fox, el infatigable artista italiano fallece en su propia cama víctima de unas fiebres meníngeas. En su delirio, Modigliani pronuncia lo que, según el testimonio de testigos merecedores de todo crédito, serán sus últimas palabras:
-¿Fox? ¿Eres tú Fox? ¿Esa luz que atisbo es tu luz?¡Oh, Fox, ángel hermoso, muñidor de mi inspiración, ser refulgente y pacífico! ¿Habré de morir sin ti?’.
Modigliani fallecía el 24 de enero de 1920. A esa misma hora, y a centenares de kilómetros de distancia, en el condado de Gloucestershire, Sir Alfred participaba junto al Príncipe de Gales en la inauguración de una central hidroeléctrica".
Joseph The Hammer Broodyhen (1864-1941) nació en Southampton y falleció 77 años más tarde en circunstancias aún no esclarecidas. Es conocido por las jóvenes generaciones de británicos como uno de los inspiradores del denominado boxeo artístico. Fundador del “pugilismo estático”, un indefinible estilo boxístico de cuya mano pasó a la posteridad, Broodyhen alentó, tras su episódica experiencia como púgil, el más prolífico y celebrado grupo de escritores de su época. El periodismo británico lo bautizaría años más tarde como “The brilliant journalists”. El grupo estaba integrado, además de por el propio Broodyhen, por un joven Virgil Coffin, por el entusiasta Sir Alfred Ignatius Fox y por el genial Gilbert Keith Chesterton.La imagen que ilustra el texto que se acompaña guarda un incuestionable valor histórico. La fotografía, tomada en 1893, muestra a Broodyhen en plena ejercitación atlética mientras, tras la valla, dos ilustres invitados atienden a sus evoluciones. La pareja de aficionados no es otra que la formada por el escritor Oscar Wilde y el aristócrata Lord Alfred Douglas, Bosie para los amigos e hijo del Marqués de Queensberry, padre del boxeo moderno.


Entretanto hallaba su verdadera vocación, Joe The Hammer, nacido Joseph Broodyhen, se perdió en probaturas, tentó la suerte en múltiples ocupaciones,se enredó en oficios estrafalarios que no le reportaron satisfacción alguna. Hasta que un día tuvo una revelación: entregaría su vida a la práctica del boxeo profesional. Joe The Hammer era un pionero, y como tal se conjuró consigo mismo para dejar profunda huella en la historia del pugilismo mundial. No, él no sería un boxeador más. Él inauguraría una nueva era fundada en una técnica de combate hasta entonces inconcebible. Sería el nuevo marqués de Queensberry, el inventor y único apologista de una nueva manera de concebir la lucha, una modalidad inspirada en la meditación y la introspección, una innovadora concepción del pugilato que vino en bautizar “pugilismo estático”.
“Anthropological notes” constituye una de las cimas de la obra de Sir Alfred. Publicado en 1923, este documentado trabajo científico fue alabado por el mismísimo Bronislaw Malinowski, quien la reputó excelente. “El trabajo de Fox ha de valorarse como una de las aportaciones más deslumbrantes hecha a las humanidades en el último medio siglo. Si yo soy el padre de la antropología británica, Fox es la madre”, escribió. La fotografía, gentilmente cedida por los editores de la Guía Mundial de Gastronomía, configura un documento de extraordinario valor histórico. La imagen muestra los postreros instantes de la vida del reverendo Bartholomew Sinclair.


Resultaría edificante que los miembros de nuestro Parlamento dedicaran algo de su tiempo a la lectura de las obras de Sir Lachlan Mungo McPhee, con particular atención a la descripción etnográfica que de las tribus antropófagas establecidas en el África meridional dibuja el antropólogo escocés en su memorable monografía “Life among cannibals: Pardon me, but your teeth are in my foot”***.
El genio, tanto más si se manifiesta ante el mundo acompañado de la fama, alienta la envidia y el desafecto de esa cáfila de miserables que, incapaces de alumbrar criatura alguna de mérito, entretienen su fútil existencia en deslustrar los brillos ajenos. Fox también encontró su antagonista. Derrick de Marney (1879- 1956), escritor de dudoso talento, fue pertinaz censor de la vida, obra y opiniones del autor de “The virtuous man”. A su maledicencia debemos la infamante biografía “King of liars”, uno de cuyos pasajes reproducimos a continuación.
En la imagen, Fox posa junto a
T. E. Lawrence y al rey Jorge V en los páramos anejos al Castillo de Balmoral (1922).



"No sabría decir si carezco de una gran fortuna porque soy un hombre honesto o si soy un hombre honesto porque carezco de una gran fortuna”.
Sir Alfred Ignatius Fox (Manchester, 1879 – Algeciras, 1935)


Fue en los límites de los dominios de Su Majestad donde Sir Alfred se dio de bruces por primera vez con la evidencia de que todo hombre se mantiene virtuoso hasta que se le pone a prueba. Sir Alfred servía a la Reina Victoria en un insalubre puesto militar de Transvaal. Durante una expedición de reconocimiento, su destacamento fue emboscado por una horda de ferocísimos bóers quienes, ajenos a los modales y etiqueta que eran de uso común en la metrópoli, pasaron a cuchillo a los soldados de su Graciosa Majestad. Los valerosos hombres del 58 de a pie de Rutlandshire vendieron caras sus vidas. Perecieron, pero no sin antes haber abatido a una veintena de bóers. Sólo Sir Alfred logró escabullirse de una muerte cierta.
Cultivador del despreciado género del artículo necrológico, Virgil Coffin fue tenido por sus contemporáneos como uno de los más capaces periodistas del Imperio Británico. Coffin, de nacionalidad estadounidense, había nacido en 1896 en Council Bluffs, cabecera del condado de Pottawattamie, en el estado de Iowa. A los 16 años emigra a Inglaterra. En 1913 se integra en el equipo de redacción de The New Witness, cuyo editor, Cecil Edward Chesterton, le toma bajo su padrinazgo. Murió ejerciendo su labor profesional durante el Desembarco de Normandía, sobre las arenas que los ejércitos aliados bautizaron como la playa de Utah. El texto que estos párrafos introducen pertenece a la obra “Breve historia del periodismo estrafalario de entreguerras en las Islas Británicas”, de la cual es autor el italiano Giuglielmo Giufriddaconti, doctor en Estética y Comunicación por la Università degli Studi di Firenze. En la fotografía, Coffin posa junto a la tumba de Faraday.

“El tiempo pone a cada uno en su sitio”, se dijo mientras contemplaba la perfecta alineación de los enterramientos en el cementerio de Highgate. Virgil Coffin entretenía las tardes con estos paseos por los pasillos del camposanto, gimnasia concebida como un hábito saludable para el cuerpo e indispensable para el cultivo de su oficio, aquél que le había encumbrado entre el público lector más avisado al título oficioso de escrutador del alma humana. Coffin escribía las necrológicas en The New Witness.

Con la aparición en 1909 del artículo “The Afghan recipe of the roast beef”, Sir Alfred Ignatius Fox inaugura la fecunda y prolongada colaboración que hasta escasos meses antes de su muerte mantuvo con el diario británico The Times. El autor de “The virtuous man” siempre diputó como uno de sus mayores orgullos la columna que bajo el título “Finger in the eye” publicaba con periodicidad semanal el diario. El texto que más abajo se reproduce fue incluido a modo de prólogo en la antología de textos periodísticos que en 1952 la London University Press encomendó al catedrático Wilbur Bored, cuya esforzada labor alumbró dos gruesos volúmenes que salieron al mercado con el título “Fox in the press”. Bored mantuvo hasta el fin de sus días que el texto era obra manuscrita del propio Fox quien, entusiasmado por la encomienda recibida de The Times, no quiso ocultar la desbordante felicidad que le procuraba ser, a sus apenas 30 años, uno de los articulistas más afamados del mayor de los periódicos ingleses.
Décadas más tarde, el periodista galés Rhys Follet sembraría insensatas dudas acerca de la autoría del texto en su insultante opúsculo “Fox, the pox”. “Ni siquiera Fox podía llegar a ser tan sandio como para dar a la imprenta un escrito que le presenta como lo que en realidad fue: el más acabado ejemplo de cretino británico”, escribió Follet. Las opiniones del galés merecieron la severa crítica de las élites culturales de la Inglaterra de los 60, que reprocharon la falta de sensibilidad y tacto con la que se condujo hacia quien, sin duda, ha constituido una de las más altas cimas de la literatura heredera de los Chaucer, los Shakespeare y los Byron.

La ignorancia es como la belleza: cuanto más impúdicamente se exhibe, mayor número de admiradores concita. Un mentecato que adopta maneras académicas, sostiene la mirada con convicción mientras diserta y sonríe con menosprecio ante las opiniones ajenas acaba siendo tomado por un hombre notable. Una estupidez defendida con ardor va más lejos que cualquier pensamiento rutilante confiado entre bostezos. Los escritores, cual es mi caso, utilizamos con profusión estas estratagemas.
Aaron Margolis (1888-1975) ha pasado a la posteridad como el pionero de lo que en tiempos se llamó prensa amable o de sociedad. Margolis publicó a lo largo de sus 87 años de vida una infinidad de libros, dedicados todos ellos en exclusiva a la glosa y consignación de la vida del Londres mundano. Entre su prolífica bibliografía, cabe citar el aquí mencionado "The dearest friends of Sir Arthur Conan Doyle" (1931), “The young Queen Elizabeth” (1953) y “The romantic life of Edward Heath” (1967). El capítulo que aquí se recoge despertó las iras de Sir Alfred. El autor de “The virtuous man” demandó a Margolis por sugerir su participación en los abominables crímenes que sembraron de espanto las calles de Londres a lo largo del año 1912. A la izquierda, el agente Samuel Peel posa junto al instrumento que, a modo de ritual, el asesino del marinero Arturo Rinaldi dejó abandonado en el interior del cadáver.


Inspirado novelista, atinado ensayista, innovador antropólogo y preclaro analista de la Inglaterra de su tiempo, Sir Alfred Ignatius Fox (1879-1935) descolló también, por si todo lo anterior fuese poco, como sagaz criminólogo e investigador audaz. Fox quiso desde muy temprana edad incluir el suyo entre los nombres más afamados de la ciencia criminalística británica, anhelo que, no sin turbación, confió ante una taza de té a su muy ilustre contemporáneo y amigo Sir Arthur Conan Doyle.
La ingente obra del investigador y criminólogo Shinwell Johnson (1909-1988), muñidor de la celebrada teoría del doble perverso, debe su inspiración y pericia expositiva al ejemplo de Adam Wedgwood (1877-1956). Celebrado en la Inglaterra de comienzos del siglo XX por media docena de libros de ficción criminal, Wedgwood tomó los argumentos para sus novelas de las informaciones proporcionadas por las muchas amistades que durante años cultivó en los bajos fondos londinenses. Wedgwood, que trabó una singular amistad juvenil con Sir Alfred I. Fox, trabajó toda su vida como embalsamador de cadáveres, oficio que, unido a su afición por la recreación literaria de asesinatos abominables, le granjeó fama de sujeto estrafalario e indigno de confianza. “El mayor de los novelistas que ha tenido jamás el gremio de los embalsamadores británicos” –la definición se la debemos a Fox- escribió en 1906 la única obra de su pluma que le alejó de los terrenos de la ficción: "Famous British murderers and other nice people". Según confesaría Johnson en sus memorias, la lectura de este ensayo, al cual pertenece el fragmento que a continuación se reproduce, fue el germen de su vocación y guía en sus futuros trabajos científicos. [En la imagen, Cooker exhibe una de sus manufacturas mientras dos de sus más jóvenes colaboradores posan tras él]


Las exigencias del negocio llevaron a Humbert G. Cooker, más conocido entre los habituales de los bajos fondos como Steak-Tartare, a constituirse en empresa especializada en la disolución de cadáveres mediante baños de sosa cáustica. La pulcritud de los servicios ofrecidos por Steak-Tartare admiró muy pronto a los rufianes del Londres más nefando. En una industria como la del crimen, tan poco dada a la incorporación de procedimientos garantes de la calidad, el perfecto acabado de las manufacturas que ofertaba Cooker le hizo acreedor de una bien ganada fama de hombre de mérito y valía.
La pieza que aquí se pasa a transcribir constituye uno de los hitos más controvertidos de la historia de la psiquiatría británica. El periodista Edward D. Malone, del Daily Gazette, fue testigo de la sesión de hipnosis a la que la prestigiosa médica psiquiatra Harriet Jennings sometió el 13 de mayo de 1912 a un paciente cuya identidad se oculta en el documento bajo el alias de George. Malone publicó una acabada reconstrucción de las revelaciones que, bajo la influencia del trance hipnótico, George confió a Jennings. ¿Quién era George? Las hipótesis acerca de la verdadera personalidad que se emboscaba tras este alias han sido muchas y variopintas. Johnathan Samuelson-Meredith, autor de la monografía “Who is George?” (1935), pretendió haber descubierto que el paciente de aquella celebérrima sesión psiquiátrica fue el mismísimo Lord Herbert Reginald Montague. Las tesis de Samuelson-Meredith, sostenidas sobre cimientos de muy escasa consistencia, fueron desmontadas por Fumio Hayasaka, historiador de la ciencia japonés y autor de la biografía “My dear Harriet and the unknown George” (1971). Para escándalo e indignación de la sociedad británica, Hayasaka afirmaba en su obra que George no era sino un heterónimo de Sir Alfred Ignatius Fox.
La imagen que ilustra el texto tampoco es ajena a la polémica. Ofrecida a la consideración pública por el escritor Derrick de Marney, detractor proverbial de Sir Alfred, fue presentada como la prueba irrefutable de la participación de Edwina Fox, madre del autor de "The virtuous man", en el secuestro y posterior asesinato del violinista Otto von Wagenheim. Aunque algunos peritos pusieron en duda la autenticidad de la imagen, el rostro de la anciana que blande la cachiporra frente al músico austriaco fue identificado por algunos testigos como el de Lady Edwina. Fox siempre acusó a De Marney de haber manipulado la fotografía con aviesas intenciones. En un ejercicio de prudencia, y conforme a las recomendaciones que nos han sido formuladas por nuestros asesores jurídicos, los editores de este blog han decidido ocultar el rostro de la protagonista de la foto.

Este hombre que veis aquí, tendido sobre el diván, cuya inusual dolencia ocupa toda la atención de la médica psiquiatra, es una gloria nacional, un talento escogido, uno de esos entendimientos privilegiados que el mundo alumbra con tacañería. Sí, desde luego, éste no es un hombre cualquiera.
Novelista y poeta, analista político, diletante, melómano de reconocida sensibilidad, experto sumiller, crítico de arte… Pese a su vasta experiencia profesional, la psiquiatra se siente cautivada por la peculiaridad del caso clínico, la extravagancia de la sintomatología descrita, la ausencia de antecedentes en la literatura científica que permitan establecer paralelismos, extrapolaciones, conexiones razonables.
“¿Qué me pasa, doctora?”, pregunta angustiado George.
Existen estudios que avalan la tesis de la extraordinaria antigüedad de la literatura laudatoria. Su aparición vino a sosegar a los millones de cortesanos zalameros que no supieron cómo congraciarse con el poder hasta que la civilización sumeria tuvo la feliz ocurrencia de idear la escritura cuneiforme. El profesor Sven Lundgren, de la Universidad de Estocolmo, sostiene la hipótesis de que el primer exponente de literatura elogiosa se remonta al año 2300 a. C., fecha en la que ha sido datada la conocida por los expertos como “la tablilla Lundgren”, donde figura una trabajada inscripción en la que se da minuciosa cuenta del gracejo, la apolínea figura, el descollante intelecto, la amena conversación y la insólita fogosidad sexual de un rey acadio anónimo. El nombre del trepa que lo escribió permanece oculto tras el velo de la historia.
Sir Alfred mantuvo a lo largo de toda su vida una estrecha relación con España, país que visitó con frecuencia y al que dedicó una de sus obras más encomiables, un tratado a medio camino entre el reportaje periodístico, la literatura de viajes y el estudio antropológico.
“Reflections on fieldwork in Catholic Spain”, publicado en 1930, compila los resultados del trabajo de campo que Fox desarrolló a lo largo de tres años en distintas comarcas de Andalucía, Extremadura y Murcia. El pasaje que aquí recogemos corresponde a la entrevista que Fox mantuvo el 15 de febrero de 1927 con Desiderio Santos Ubierna, un lugareño de Navalmoral de la Mata (Cáceres) con quien trabó una estrecha familiaridad. Santos Ubierna detalla en su relato las peripecias juveniles de su primo Plácido Ubierna de las Cuevas, quien llegaría a convertirse en Cardenal Primado de España en 1926. En la imagen adjunta, el cardenal sonríe sicalíptico ante uno de los establecimientos hosteleros más afamados de su localidad natal.

"La tía Eudivigis era un modelo de espiritualidad ascética. La comunión con las esferas celestes que mantenía la Vigis, apelativo familiar que se empleaba con el único propósito de mortificarla, le concedía ciertas apreciables ventajas sobre el resto de los mortales, más descreídos y siempre excluidos de las amigables tertulias que mi tía entablaba cada jueves con lo más granado del santoral. La tía Vigis levitaba, era poseída por tránsitos inexplicables durante los cuales se expresaba con envidiable soltura en arameo, sánscrito y griego clásico, vomitaba especias aromáticas, jengibre y ajenjo, y sangraba torrencialmente por sus estigmas. La tía Vigis era un caso.
Edward Athanasius Fox, quinto hijo habido del matrimonio entre Alfred Ignatius Fox y Margaret Gertrud Gwendolen Merryweather, ha sido el más celoso albacea de la obra de su padre. El menor de los vástagos del genial autor inglés no sólo ha sometido a detenido escrutinio todas y cada una de las ediciones de las obras firmadas por su padre, sino que también ha ejercido una implacable fiscalización de la labor de los traductores que han vertido a 70 idiomas diferentes los ensayos, novelas, poemarios y, en definitiva, la producción completa del gran creador de Manchester. La carrera de Lorenzo Stappleton no pasó inadvertida para Edward A. Fox. El texto que a continuación se extracta pertenece a su obra “Daddy translated: From Lorenzo Stappleton to Monzaemon Mochizuki”.

La de Lorenzo Stappleton era una existencia vulgar, anodina. No siempre había sido así. Durante sus años de formación, los profesores de la facultad de Filología Inglesa de La Laguna le auguraron un porvenir brillante. Encomiaban su disposición al estudio, la claridad de sus exposiciones, su exquisito acento londinense, su profundo conocimiento de los autores más sesudos y los ensayos de más ardua lectura, su desinhibición y alegría juveniles. No supo estar a la altura, pese a todo.
Su primera gran obra, su empresa más codiciosa, tenía que haber sido una documentada traducción del “Ulises” , acompañada, a modo de extenso prólogo, de un estudio minucioso y perspicaz que evidenciase los mecanismos empleados en su construcción. Aquel proyecto, en un inicio concebido con unas dimensiones colosales, quedó reducido a cinco folios mecanografiados que no pudieron merecer otro título que aquél con el cual, decepcionado de sí mismo e irritado por su propia incapacidad, Stappleton encabezó el primero de los párrafos: “Ulysses, by James Joyce: My God, what is this?”.
Figura de eminente renombre en su tiempo, el Dr. Alexander McCullough (1849-1919) debió su fama al fenomenal hallazgo con el que dio en el recto de uno de sus pacientes. Era inevitable que tal suceso quedara consignado con tinta indeleble en los anales de la historia de la medicina. El incidente que le diera celebridad fue narrado años más tarde por su esposa, la también doctora Harriet Jennings. Robert Koch, descubridor del bacilo de la tuberculosis, presidió las sesiones del Congreso Internacional celebrado en Wurzburgo durante el verano de 1902, cita de la que se da cuenta en el texto que se acompaña y en cuyo transcurso se sometió a consideración de la comunidad científica el caso del caballero que custodiaba su alma en su cavidad rectal. En la imagen, el Dr. McCullough exhibe su dedo anular con orgullo profesional.

Si pudiéramos adoptar un punto de vista alojado en el extremo interno del conducto rectal advertiríamos del otro lado la presencia de un ojo que escruta con diligencia científica la intimidad más inalienable del paciente. Es el ojo del doctor Alexander McCullough el que admira el inexplorado universo interior del enfermo a través de la única ventana corporal con vistas al oscuro y tenebroso mundo que constituye el objeto de la ciencia proctológica.
Si además de poder adoptar ese punto de vista imposible nos fuese dada la perspicacia precisa para interpretar los sentimientos que animan al ojo que contrae y dilata nerviosamente su pupila, cabría afirmar que el susodicho ojo refleja la estupefacción que asalta al insigne médico, quien, en el transcurso de la exploración rutinaria, ha descubierto lo que jamás le advirtieron sus maestros que podía hallar emboscado en la cavidad rectal de un humano.
La sobresaliente figura de Sir Alfred Ignatius Fox y su inabarcable obra literaria han sido objeto de recensiones, glosas y homenajes a lo largo de todo el siglo XX. Su compatriota y tocayo Sir Alfred Hitchcock rindió tributo a ambas en su obra maestra de 1958 “Vértigo”. El reconocimiento a la figura de Fox y a sus creaciones, que a muchos pasó inadvertido, resulta obvio en la secuencia del museo. James Stewart (Scottie Ferguson) vigila a Kim Novak (Madeleine Elster) mientras la joven contempla un enigmático retrato en la pinacoteca. Hitchcock situó tras Stewart un pequeño retrato de pareja en el que se distinguen los rostros de Sir Alfred y su esposa Maggie Merryweather.

La revista estadounidense Harper’s Weekly dio cuenta en 1912 del extraordinario caso de Basil Glide. La publicación incluía un amplio reportaje gráfico (en su portada, el protagonista posa ante el Big Ben) y una reveladora entrevista al funcionario que sorprendió al Londres de su tiempo con sus singulares poderes. 
 Mientras cumplimentaba un formulario sobre su mesa del negociado municipal, Basil Glide levitó un tanto. Si juzgamos el prodigio en virtud de la altura alcanzada por el levitante, la velocidad imprimida al vuelo o la duración del estado de suspensión, el portento del que fue protagonista Basil G. no podría reputarse entre los más impresionantes. Basil apenas se elevó 10 pulgadas del suelo durante unos pocos segundos, milagro más que modesto si ha de compararse con las apariciones marianas de Fátima o la carne resurrecta de Lázaro, cuyas magnificencia, espectacularidad y puesta en escena hacen palidecer el discretísimo planeo de nuestro funcionario.
El documento que a continuación se reproduce figura entre los manuscritos a los que H. G. Wells tuvo acceso durante la redacción de su obra “Alfred Ignatius Fox: Alive and kicking". Las últimas voluntades de Sir Alfred nunca fueron respetadas por lo que, y a pesar de lo preciso de sus disposiciones, jamás le fue retirada la nacionalidad británica. “Maldito chalado bastardo”, fueron las palabras que, según la tradición de los biógrafos de Sir Alfred, pronunció su esposa, la señora Margaret Merryweather, tras dar lectura al testamento. [La célebre visita de Fox a Manchukuo , inspirada por el amor otoñal que el insigne escritor inglés profesó a la bellísima Tang-Yu-ling, constituyó una de las cimas de la intensa biografía del autor de "The virtuous man". Fox arribó a Manchukuo el 5 de julio de 1934. Cincuenta años más tarde, el Servicio Postal Británico emitiría  un sello conmemorativo del acontecimiento].


Si, tras mi muerte, alguien husmea entre mis legajos, podrá encontrar el documento que detalla mis últimas voluntades. Quien tal ose obtendrá como recompensa a su curiosidad la lectura de un testimonio que, dado su alcance y gravedad, jamás me atreví a compartir en vida. Léase el presente testamento con el respeto y la reverencia debidos a quien en un futuro, quizás no tan lejano como usted imagina, se convertirá en su vecino de fosa. Vamos a ello: "Yo, Sir Alfred Ignatius Fox, a cuatro palmos de la línea de meta y en posesión de todas mis facultades mentales –las físicas, que tanto solaz me proporcionaron, las extravié hace tiempo-, declaro mi irrevocable voluntad de renunciar a mi condición de súbdito del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte para convertirme, quid pro quo, en servidor abnegado de Kang-Te, reverenciadísimo monarca del recién constituido Imperio de Manchukuo". 
Evelyn J. Partridge (1888-1969) fue viajera incansable y uno de los nombres de referencia en el ámbito de las ciencias dedicadas al estudio del comportamiento animal. Nacida en Brighton en el seno de una familia acomodada, Patridge cursó estudios en Cambridge antes de emprender un colosal viaje de tres décadas que le condujo a través de decenas de países. “El extraño caso de los pollos de la granja Painfulpeck”, publicado en 1935, es un sesudo estudio científico en el que Partridge empeñó seis años de su labor profesional. El trabajo da cuenta del extravagante comportamiento mostrado por las aves hacinadas en una granja de la localidad de Moulton, en los Estados Unidos. Lo que sigue es un fragmento de dicha obra.(En la imagen, Partridge posa junto a un grupo de trabajadores de la granja Painfulpeck. Junto a ella, una joven sostiene a Cary, al que todos los indicios reputan como uno de los vástagos del malhadado Benny).
No ha de extrañar que los pollos de la granja avícola Hermanos Painfulpeck se hayan visto seducidos por el atractivo del mostrador que preside la pollería Viuda de Silvester Thigh, ubicada en pleno centro del mercado de abastos. Durante años, la rutina en la granja de los Painfulpeck condenó a generaciones de pollos a la alienación y el aburrimiento. La intensidad de la luz que despedían las bujías utilizadas para iluminar el recinto, infatigables día y noche para confusión de la población aviar, invitaban a los animales a comer compulsivamente. Era digno de ver el espectáculo que ofrecían miles de pollos confabulados en una coreografía de cuellos que ascendían y descendían mientras una sinfonía de cloqueos y golpes de pico señalaba el ritmo de los danzantes. Los abuelos y los padres de estos pollos no concibieron más vida que la del hacinamiento, el hartazgo de grano y el penetrante hedor a mierda de ave. 

"Un instante, escogido de entre una infinidad de momentos posibles, un par de ojos de vidrio y un buen montón de borra. Eso es la taxidermia". La definición corresponde a Andrew Tunafish, uno de los más talentosos taxidermistas nacidos en el Reino Unido. Tunafish es el autor de la obra maestra de la taxidermia británica: la disecación del Coronel Lewellyn Percival, militar laureado de los ejércitos de Su Majestad y miembro egregio de la Academia de las Buenas Letras del condado de Buckinghamshire. La ilustración que acompaña el texto reproduce uno de los papeles de trabajo que empleó Tunafish para ejecutar su magna obra. Este blog quiere expresar su más encendido agradecimiento a la Sociedad Británica para la Historia de la Taxidermia, cuya directiva ha cedido este valioso documento con desprendimiento generoso y desinteresado. En el cuadro, retrato de Sarah y Cecil Tunafish, fundadores de la única saga de taxidermistas que ha merecido una entrada en la Enciclopedia Británica.
Dijeron que el difunto Coronel Lewellyn Percival estaba mochales, que no existía modo de explicar aquella su última chaladura, un disparate póstumo que constituía una ofensa a Dios, una excentricidad que escandalizó a la Academia de las Buenas Letras y causó algún que otro accidente cardiovascular a varios miembros de su directiva. No ha de asombrarnos, sin embargo, tanta incomprensión. El Coronel Percival era un pionero, un visionario, un adelantado, y de todos resulta sabido que aquél que ve más allá acaba siendo víctima de la arrogancia de sus contemporáneos. El benemérito Lewellyn Percival no iba a ser una excepción.

La cuñada de Lord Reuben Hayes insistió en que antes de la cena la familia debía conocer las habilidades músico vocales de su pequeño Henry, un niño orondo y perezoso hacia quien el anfitrión de aquella entrañable velada de Navidad sentía un acerbo desafecto. Pero como la cuñada no desistía de su propósito, allá tensáronse las cuerdas vocales del angelito para remover de indignación en su fosa al bueno de Haendel, cuyo Mesías se empeñó en perpetrar aquel monstruo adolescente.
La existencia del hombre es una aventura plagada de amenazas. Ahí afuera acecha un sinnúmero de virus en permanente mutación, una turba de microbios ansiosos por asentarse en nuestras mucosas, un sinfín de sustancias ponzoñosas emboscadas en los más apetecibles alimentos. La vida no es sino una continua batalla, un combate sin tregua, una guerra sin cuartel entre el individuo y un medio hostil. Históricamente, el hombre, perdido en un mundo tan inclemente, ha procurado proveerse de los instrumentos y el bagaje necesarios para defender su salud y, con ella, su propia vida. La medicina ha servido de égida contra los embates de la enfermedad, de protección no pocas veces impenetrable para la voracidad de gripes, sarampiones y paperas. La ciencia de Galeno e Hipócrates nos ha legado los medios para demorar la muerte.
La medicina ha alcanzado cimas entre las que no sería honrado silenciar algunas de las que tenemos por más afortunadas y providenciales: el ácido acetil salicílico, el linimento Sloan, el jerez amontillado y la obra literaria de Derrick de Marney, cuya lectura se ha revelado eficacísima en el tratamiento de los desarreglos del sueño.
El gran maestre abrió la sesión con un tañido admonitorio de la campanilla. Los caballeros callaron. Un silencio ceremonioso, urdido bajo la uniformidad de una hilera de sombreros de hongo, testimonió el respeto que los sectarios dispensaban al jefe. No resulta frecuente en nuestros días asistir a un ritual de esta naturaleza, fundado no sólo en el anonimato de los prosélitos sino también en la indispensable reserva que ha de guardarse sobre la existencia misma de la sociedad. Doce hombres ataviados con bombín, chaleco y cuello duro que empeñan prestigio y sosiego en una honorable misión: atesorar tiempo.
La mirada bizqueante de John “Bloody” Butcher era el trasunto de un estrabismo moral que le acuciaba a cometer actos perversos, crímenes horrendos. La inestable alineación de sus globos oculares no representó obstáculo alguno para que, durante más de medio siglo, “Bloody” Butcher cumpliera con un abyecto ritual nocturno que, como único oficiante, le conducía por las callejuelas más sórdidas del viejo Londres tras el rastro de sus inocentes presas. El despiadado John deambulaba reconfortado por la inestimable compañía de su fiel Jessie, una oxidada daga cuya hoja curva había trabado intimidad en más de una ocasión, y sin distinción de linaje, fortuna o credo, con las entrañas de vagabundos desaseados, jóvenes voluptuosas cuya fiebre atemperaba el helor del acero y aristócratas fatalmente extraviados en un callejón brumoso y desconocido.
LA PROVERBIAL LUCIDEZ DE LORD HERBERT REGINALD MONTAGUE. IN MEMORIAM, esbozo biográfico recogido de la obra de Sir Alfred I. Fox "Warriors of faith"

Lord Herbert Reginald Montague (1833 - 1920) fue tenido en vida como uno de los más ilustres hombres públicos que jamás rindieron servicio a Su Majestad la Reina Victoria. El nombre y obra de Lord Montague alcanzaron los confines del Imperio, celebridad que sus contemporáneos atribuían a una oratoria excelente, una rígida moral anglicana y un intelecto vivo y punzante. En realidad, y esto era una verdad tan sólo conocida en su círculo familiar y entre el personal de su servicio doméstico, Lord Montague era un cretino, lo que en ésta y en otras épocas se ha venido en llamar un perfecto idiota.

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