Las exigencias del negocio llevaron a Humbert G. Cooker, más conocido entre los habituales de los bajos fondos como Steak-Tartare, a constituirse en empresa especializada en la disolución de cadáveres mediante baños de sosa cáustica. La pulcritud de los servicios ofrecidos por Steak-Tartare admiró muy pronto a los rufianes del Londres más nefando. En una industria como la del crimen, tan poco dada a la incorporación de procedimientos garantes de la calidad, el perfecto acabado de las manufacturas que ofertaba Cooker le hizo acreedor de una bien ganada fama de hombre de mérito y valía.
Los facinerosos tenían en gran estima su pericia artesanal. De ello dan testimonio los 7. 000 cuerpos sin vida que el hampa le confió para erradicar todo rastro de sus ominosos crímenes a lo largo de su vasta carrera profesional. Baleados, estrangulados, acuchillados, gaseados, envenenados, apalizados o emasculados, todos quedaban reducidos a la misma viscosa pasta en manos de este alquimista de la infamia. Habrá quien denueste la abyección de la industria a la que Steak-Tartare sacrificó sus mejores años. Quien esto haga estará emitiendo un juicio apresurado. No podemos olvidar que la naturaleza humana es poliédrica. La de Steak-Tartare, en particular, también lo era. Cierto que jamás preguntó por el origen de los cuerpos que le eran entregados para su disolución en los caldos corrosivos que él mismo sazonaba. Pero si reconocemos esto, como lo hacemos, habremos también de aceptar, en defensa de su reputación y buen nombre, que nunca jamás de los jamases consintió Steak-Tartare someter al ácido devastador las delicadas carnes de una señorita o las tiernas mantecas de un niño. Un escrúpulo éste que siempre observó, en el respeto a la que consideraba una de las reglas sagradas de la urbanidad, la etiqueta y el buen gusto: “Excepción hecha del bárbaro hábito de eructar en la mesa, no puedo imaginar nada más inapropiado y reprensible que fundir el cadáver de una dama o el de un infante en líquidos corrosivos”, solía sentenciar.
La perversidad esconde estas debilidades, que no son otra cosa que concesiones a la bondad.
Comoquiera que nadie es perfecto, puede aseverarse, sin temor de incurrir en error, que ningún ser humano es capaz de una maldad impecable. Como los santos, cuyas virtudes resultan tanto más apreciables en contraste con sus vicios, también los malnacidos son gente incoherente. Un pensamiento muy extendido, y, a mi parecer, erróneo, es el que sostiene que los malvados son gente congruente. "You can't make a silk purse out of a sow's ear"*, dice el refrán. Pero si aceptamos esto, si convenimos que los villanos mantienen de manera permanente una conducta coherente con su perfidia, entonces estaremos hurtando a la vileza lo que tiene de humano.
Si las cosas fueran así, el director de una mina de carbón que despide de manera injusta a un centenar de padres de familia debería, en atención a esa coherencia, escupir en la calle camino de casa, patear al perro del vecino, abofetear a la esposa, denigrar al portero y, en contra de todo aquello en lo que Steak-Tartare creía antes de ser arrestado por Scotland Yard, eructar en la mesa. De ordinario, esto no sucede. Sólo los canallas célebres, autores de reconocidos genocidios o fenomenales latrocinios, son tenidos como tales por la común opinión. En la mayoría de los casos, los miserables pasan desapercibidos, y sólo desvelan su condición de perfectos hijos de perra ante sus víctimas. Usted conocerá a alguno.
*”No se puede hacer un bolso de seda de la oreja de una cerda"
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