"Un instante, escogido de entre una infinidad de momentos posibles, un par de ojos de vidrio y un buen montón de borra. Eso es la taxidermia". La definición corresponde a Andrew Tunafish, uno de los más talentosos taxidermistas nacidos en el Reino Unido. Tunafish es el autor de la obra maestra de la taxidermia británica: la disecación del Coronel Lewellyn Percival, militar laureado de los ejércitos de Su Majestad y miembro egregio de la Academia de las Buenas Letras del condado de Buckinghamshire. La ilustración que acompaña el texto reproduce uno de los papeles de trabajo que empleó Tunafish para ejecutar su magna obra. Este blog quiere expresar su más encendido agradecimiento a la Sociedad Británica para la Historia de la Taxidermia, cuya directiva ha cedido este valioso documento con desprendimiento generoso y desinteresado. En el cuadro, retrato de Sarah y Cecil Tunafish, fundadores de la única saga de taxidermistas que ha merecido una entrada en la Enciclopedia Británica.
Dijeron que el difunto Coronel Lewellyn Percival estaba mochales, que no existía modo de explicar aquella su última chaladura, un disparate póstumo que constituía una ofensa a Dios, una excentricidad que escandalizó a la Academia de las Buenas Letras y causó algún que otro accidente cardiovascular a varios miembros de su directiva. No ha de asombrarnos, sin embargo, tanta incomprensión. El Coronel Percival era un pionero, un visionario, un adelantado, y de todos resulta sabido que aquél que ve más allá acaba siendo víctima de la arrogancia de sus contemporáneos. El benemérito Lewellyn Percival no iba a ser una excepción.

Si existía algo sobre la faz de la tierra que enorgulleciera a aquel espíritu cándido, al que todos lloramos aun hoy, era su sillón en el salón de plenos de la Academia, la más preclara institución del condado de Buckinghamshire, útero en cuyo interior habían madurado los talentos más conspicuos desde tiempos inmemoriales, albacea de las esencias patrias y madre amantísima de las artes y los conocimientos científicos. El sillón del Coronel fue en tiempos una rotunda pieza de caoba que las manos del maestro ebanista habían moldeado con la sabiduría del artesano para acomodar la rígida madera a las flácidas posaderas de aquella mente privilegiada. El académico se extasiaba ante la contemplación de aquel hermoso mueble por cuyo respaldo, labrado con insólita pericia, trepaban las figuras de dos dioses griegos, un eunuco, un faraón egipcio de dinastía desconocida y un alcalde que cobró fama por su decisión de clausurar “The manual habilities house", una institución que, aunque disoluta y perniciosa para la moral pública, gozó durante décadas de una nutrida clientela.
Teníamos que haberlo supuesto, pero no lo hicimos y ello explica la terrible desazón, la compunción inefable que nos produjo la lectura pública de las últimas voluntades del difunto coronel. “En pleno uso de mis facultades mentales declaro como último propósito, cuya ejecución reclamo inexcusable, que se me diseque y coloque en actitud sedente sobre mi sillón del salón de plenos de la Academia”, leyó el notario.
Lo cierto es que se hacía raro ver allí al Coronel, la piel apergaminada, el gesto inconmovible, la mano derecha abierta a la altura de su cabeza, como solía hacer en vida cuando defendía con encendido entusiasmo la etimología correcta del vocablo “gonorrea”, los ojos vidriosos, pues de vidrio eran, que miraban ausentes hacia ningún lugar en particular…Singularmente sobrecogedora resultaba la inscripción que sobre la frente del coronel había tatuado, vanidad de disecador, el menor de los Tunafish: “Viuda e hijos de Tunafish, taxidermistas y expertos en rapaces. Aylesbury, Buckinghamshire”.
La presencia en las reuniones plenarias de aquella mojama que en tiempos pasara por uno de los más relevantes académicos de la institución no alteró, contra lo que pudiera pensarse, las deliberaciones de la Academia. Todos acabaron por acostumbrarse y, aunque resulte difícil de creer, las consideraciones de la momia fueron celebradas con mayor entusiasmo del que obtuviera el Coronel en vida con sus disertaciones. Como sucediera que, por razones obvias, el coronel había dejado de hablar, las majaderías que solía defender cuando aún estaba entre nosotros dejaron de escucharse en el salón de plenos. Alguien dirá que, del mismo modo, la taxidermia también privó a los académicos de las brillantes ideas y las reflexiones atinadas que el difunto aportaba a los debates. Pero si se estima que en el balance entre las memeces y las ocurrencias felices que paría el cerebro de Lewellyn Percival las primeras superaban con holgura a las segundas, se podrá concluir fácilmente que, obligado ahora al silencio por la pericia de los Tunafish, el académico resultaba, post-mortem, mucho más inteligente.
La noticia del académico disecado que descollaba intelectualmente sobre sus colegas en las discusiones de la Academia corrió como la pólvora. Laboristas y conservadores vieron en ello una oportunidad y, siguiendo la estela de nuestro prócer, comenzaron a presentar en sus listas a candidatos disecados a los cuales el tratamiento taxidérmico les hacía ganar en frescura y talento.
Gracias a esta resolución, la gestión de la cosa pública ha experimentado una notable mejoría.

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