La mirada bizqueante de John “Bloody” Butcher era el trasunto de un estrabismo moral que le acuciaba a cometer actos perversos, crímenes horrendos. La inestable alineación de sus globos oculares no representó obstáculo alguno para que, durante más de medio siglo, “Bloody” Butcher cumpliera con un abyecto ritual nocturno que, como único oficiante, le conducía por las callejuelas más sórdidas del viejo Londres tras el rastro de sus inocentes presas. El despiadado John deambulaba reconfortado por la inestimable compañía de su fiel Jessie, una oxidada daga cuya hoja curva había trabado intimidad en más de una ocasión, y sin distinción de linaje, fortuna o credo, con las entrañas de vagabundos desaseados, jóvenes voluptuosas cuya fiebre atemperaba el helor del acero y aristócratas fatalmente extraviados en un callejón brumoso y desconocido.
“El monstruo del cuchillo curvo”, que tal fue el alias con el que los periódicos bautizaron al verdugo Butcher, se granjeó el repudio y el temor de sus conciudadanos, no así la enemistad de la justicia. Ya fuera por la meticulosidad que empleaba en la comisión de sus crímenes, ya por la impericia de los detectives, lo cierto es que los aborrecibles hábitos del asesino permanecieron impunes a falta de pruebas inculpatorias que aducir en un tribunal.
Sólo las probas señoras de la beneficencia londinense osaron hacer frente al voraz misántropo, aunque, claro está, dentro de sus muy limitados alcances. Con el beneplácito de las autoridades, estas abnegadas benefactoras del género humano lograron arrancar del mismo hogar del monstruo al pequeño Benjamin Butcher, el desamparado hijo de la bestia. La custodia del joven Butcher se confió a la anciana Lady Eleanor Brandy, bajo cuya tutela y cuidado el adolescente debió de haberse criado y adquirido la educación y modales que se exige a quien ha sido educado en un ambiente aristocrático. El escándalo, sin embargo, frustró tan esperanzadores planes.
Un rumor atribuyó a Lady Brandy una debilidad de espíritu que, de ser cierta, le impedía ejercer con la ejemplaridad requerida las tareas de preceptora del menor. Al parecer, y según se pudo constatar posteriormente sin atisbo de duda, la venerable dama solía condimentar su té de las cinco con un generoso chorreón de aguardiente. Pero eso no era todo. Según verificó el reverendo O’Reilly en persona, la vieja había adquirido la inaceptable costumbre de aprovechar el oficio dominical para recuperar el sueño que durante la noche sus achaques artríticos le hurtaban. Una persona con tales flaquezas había de ser, sin remedio, una pésima influencia para el niño. De modo que, en un ejercicio de civismo irreprochable y de salvaguarda de la infancia, el pequeño Butcher fue devuelto a su padre.
Benjamin creció bajo la égida de un padre despiadado y feroz. Sin embargo, y pese a sus pervertidas inclinaciones, el viejo Butcher profesaba hacia su hijo un sentimiento emparentado con el cariño. Cuando regresaba de sus correrías nocturnas, procuraba disimular ante Benjamin la mueca cruel de victoria que dibujaba su rostro después de una jornada de caza particularmente provechosa.
Como sucede que el carácter del hombre se forja en gran medida por vía de emulación, pronto Benjamin soñó con convertirse en un afamado asesino. Pese a sus firmes propósitos, las primeras tentativas se saldaron con fracasos estrepitosos. La oscuridad de los callejones le espeluznaba de tal modo que, aun cuando intentaba sobreponerse a ello, las más de las veces acababa reclamando el auxilio de aquél a quien había elegido como víctima. Incapaz de tolerar la visión de la sangre, el joven Butcher pensó en especializarse en el refinado arte de la estrangulación, pero también aquí el éxito le fue esquivo. Los ojos extraviados y las lenguas amoratadas de los asfixiados le espantaban tanto como la ausencia de luz y la efusión de hemoglobina.
El caso de Benjamin Butcher, el asesino frustrado de Kensington, ha merecido la atención de los más conspicuos estudiosos del comportamiento humano en sociedad. Esta pléyade de talentos de las ciencias sociales, entre los que refulge con brillo propio el insigne Sir Alfred Ignatius Fox, ha concluido que si Benjamin no alcanzó las cimas del virtuosismo criminal que su tutor legal exhibió en los más siniestros escenarios fue porque no estaba en su naturaleza. Benjamin Butcher no nació ni para rebanar pescuezos ni para quebrar esternones.
A cada cual lo suyo.
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