“Reflections on fieldwork in Catholic Spain”, publicado en 1930, compila los resultados del trabajo de campo que Fox desarrolló a lo largo de tres años en distintas comarcas de Andalucía, Extremadura y Murcia. El pasaje que aquí recogemos corresponde a la entrevista que Fox mantuvo el 15 de febrero de 1927 con Desiderio Santos Ubierna, un lugareño de Navalmoral de la Mata (Cáceres) con quien trabó una estrecha familiaridad. Santos Ubierna detalla en su relato las peripecias juveniles de su primo Plácido Ubierna de las Cuevas, quien llegaría a convertirse en Cardenal Primado de España en 1926. En la imagen adjunta, el cardenal sonríe sicalíptico ante uno de los establecimientos hosteleros más afamados de su localidad natal.
Mi abuelo atribuía tales debilidades a una dieta alimenticia carente de hierro. La abuela, de la misma veta espiritual que la hija, juzgaba que aquellos portentos habían de explicarse por la experiencia mariana que la buena de Eudivigis vivió a una muy tierna edad. Decía la abuela que la mismísima Virgen de las Angustias se le había aparecido a la Vigis mientras pelaba unas habichuelas verdes en el patio trasero de la casa, lo que, sin duda, tenía que condicionar una existencia que, ahora, decía mi abuela, se hallaba más cerca de la beatitud que del pecado. El resto de la familia sostenía, con insólita unanimidad, que la tía Eudivigis estaba para que la encerrasen.
La intimidad de mi tía con los santos causó una profunda impresión en mi primo Placidín, un muchachito tísico e influenciable que imaginaba el mundo como una gran máquina dirigida por los santos y una cohorte de serafines. Creía Placidín que bastaba un comportamiento piadoso, una buena sesión de latigazos y la petición del favor al santo del negociado correspondiente para gozar de una vida plena y rebosante de éxito.
Hubo quien creyó que el tránsito hacia la edad adulta y el descuelgue escrotal harían olvidar a Placidín esa obsesión suya por la intermediación divina y la hagiografía. Tal cosa no ocurrió. Antes al contrario, llegado su decimoctavo cumpleaños, conspiró consigo mismo para convertirse en instrumento de Dios. Placidín dejaría los designios de su existencia en manos de aquellos simpáticos seres que, con ese graciosísimo halo refulgente sobre la cabeza, le sonreían desde las estampitas y los calendarios.
Desprovisto de cualquier talento, excepción hecha de esa inclinación suya hacia la ascesis, la mística y la iluminación mariana, Placidín decidió hacer carrera profesional de la mano de sus santos. Invocó a San Pancracio, ante cuya efigie hizo arraigar una ramita de perejil. Solicitó también el auxilio de Fray Leopoldo de Alpandeire, al que tenía mucha fe, aunque bien sabía que las plegarias para las demandas laborales sólo prosperaban si se tramitaban ante el departamento adecuado, en este caso el de San Cayetano, patrono del trabajo.
Atendido el problema del empleo, consideró que, en atención al mandato bíblico que abomina de la soledad del varón, sería bueno encontrar una hembra de caderas robustas con la que compartir desdichas y alegrías. Y para ello reclamó el concurso de San Valentín y, aun a riesgo de condenarse a ser objeto de chanza y mofa, el de la Virgen de Lourdes.
Placidín creía en todas estas cosas a pies juntillas. Si una mañana fría la garganta se le irritaba, Placidín se encomendaba a San Blas, patrón de los laringólogos. Si el gato se meaba en el canasto de la fruta, Placidín dejaba en manos de San Antonio, patrón de los animales domésticos y, para mayor abundamiento, de los tejedores de cestos, toda represalia que pudiera adoptarse contra el felino por su incontinencia. Si la muerte de un ser querido requería el envío de un telegrama para trasladar con urgencia el más sentido de los pésames, Placidín no acudía al servicio postal sino que se sumía en un pío ensimismamiento para reclamar la ayuda del Arcángel Gabriel, patrono de los operarios de correos y telégrafos.
Pero, como suele suceder, la vida escarmentó a Placidín. Decepcionado, se convenció de que San Blas no le curaría aquel padecimiento crónico de laringe, por lo que decidió, contra lo que habían sido sus principios, abandonarse en manos del Genaro, el curandero del pueblo. Atribulado, se persuadió de que San Valentín no le procuraría la moza cuyas carnes y turgencias le habrían ayudado a hacer más liviana la existencia, así que se convirtió en asiduo de una casa de tolerancia conocida por el nombre comercial de “El virtuosismo eréctil”. Pesaroso, asumió que ni San Cayetano ni San Pancracio serían capaces de proporcionarle un puesto de trabajo bien remunerado, de modo que, haciendo gala de un extraordinario sentido de la previsión, se ordenó sacerdote para disponer de muda limpia y colación gratis a diario.
Placidín, hoy cardenal Ubierna, ya es un hombre feliz".
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