Cultivador del despreciado género del artículo necrológico, Virgil Coffin fue tenido por sus contemporáneos como uno de los más capaces periodistas del Imperio Británico. Coffin, de nacionalidad estadounidense, había nacido en 1896 en Council Bluffs, cabecera del condado de Pottawattamie, en el estado de Iowa. A los 16 años emigra a Inglaterra. En 1913 se integra en el equipo de redacción de The New Witness, cuyo editor, Cecil Edward Chesterton, le toma bajo su padrinazgo. Murió ejerciendo su labor profesional durante el Desembarco de Normandía, sobre las arenas que los ejércitos aliados bautizaron como la playa de Utah. El texto que estos párrafos introducen pertenece a la obra “Breve historia del periodismo estrafalario de entreguerras en las Islas Británicas”, de la cual es autor el italiano Giuglielmo Giufriddaconti, doctor en Estética y Comunicación por la Università degli Studi di Firenze. En la fotografía, Coffin posa junto a la tumba de Faraday.

“El tiempo pone a cada uno en su sitio”, se dijo mientras contemplaba la perfecta alineación de los enterramientos en el cementerio de Highgate. Virgil Coffin entretenía las tardes con estos paseos por los pasillos del camposanto, gimnasia concebida como un hábito saludable para el cuerpo e indispensable para el cultivo de su oficio, aquél que le había encumbrado entre el público lector más avisado al título oficioso de escrutador del alma humana. Coffin escribía las necrológicas en The New Witness.

La edad, que le proporcionó un dominio absoluto de la técnica, trajo consigo también un problema que se antojaba a Coffin irresoluble. Su promoción en el seno de la sociedad de la época le hacía codearse con lo más granado de la fine fleur de Londres, a la postre cantera de la que en un futuro se nutrirían sus homenajes fúnebres. Bastaba una insolación, una intoxicación de marisco o un episodio de estreñimiento severo para que el notario Johnson, el alcalde Smith o el académico Seaman abandonaran sus responsabilidades mundanas y, una vez amortajados, quedaran inmortalizados por el estilo sinóptico y plañidero que chorreaba la pluma de Coffin. Nuestro virtuoso del arte necrológico comenzó a advertir que los muertos a los que dedicaba sus loas y requiebros le tuvieron confianza en vida, que, en muchos casos, fueron amigos y compañeros de club, tertulia y partido, que, en definitiva, les conocía como si les hubiese parido. La desazón le consumió desde entonces. Se había dado cuenta de que estas biografías que se le ofrecían como materia prima de sus cantos funerarios, resultaban, en muchos casos, vacuas, carentes de todo interés, desprovistas de esos acontecimientos que distinguen a las grandes personalidades del individuo vulgar. Y sintió que, de algún modo, esas existencias banales mancillaban su arte, cernían sospechas sobre su condición de eximio escritor y referente social, que la excelencia de su talento y su reputación misma quedaban en entredicho en aquellas circunstancias. Así que, en defensa de su honor y su nombre, decidió, por su cuenta y riesgo, conferir lustre a esas vidas grises y adocenadas.
Otorgó a sus muertos títulos de los que jamás disfrutaron en vida. Les atribuyó la autoría de obras que nunca escribieron (sesudos tratados filosóficos, documentados ensayos en los que se escudriña la influencia de la arquitectura romana sobre las construcciones civiles de la Inglaterra victoriana, intensas obras dramáticas llevadas a escena por la Royal Shakespeare Company). Inventó filiaciones políticas a quienes, en la mayoría de los casos, no habrían sabido distinguir entre texto de Engels y el prospecto de un tónico capilar: el cementerio se pobló, de este modo, con fabianos, librepensadores ácratas, liberales clásicos, republicanos irredentos…
La fama de Coffin se acrecentó en proporción al amejoramiento biográfico de sus muertos. De un modo que ni él mismo habría podido explicar, los elogios que dedicaba a los difuntos revertían en sí mismo para su mayor gloria y nombradía.
“Un hombre vivo precisa, para preservar su lugar en la buena sociedad, de un grupo selecto de amigos muertos, tipos de prestigio incontestable y elevada talla intelectual. A mí no me faltan”, se confesó ante el inquietante espectáculo que le ofrecía una fosa deshabitada en una parcela vecina.

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