Figura de eminente renombre en su tiempo, el Dr. Alexander McCullough (1849-1919) debió su fama al fenomenal hallazgo con el que dio en el recto de uno de sus pacientes. Era inevitable que tal suceso quedara consignado con tinta indeleble en los anales de la historia de la medicina. El incidente que le diera celebridad fue narrado años más tarde por su esposa, la también doctora Harriet Jennings. Robert Koch, descubridor del bacilo de la tuberculosis, presidió las sesiones del Congreso Internacional celebrado en Wurzburgo durante el verano de 1902, cita de la que se da cuenta en el texto que se acompaña y en cuyo transcurso se sometió a consideración de la comunidad científica el caso del caballero que custodiaba su alma en su cavidad rectal. En la imagen, el Dr. McCullough exhibe su dedo anular con orgullo profesional.
Si pudiéramos adoptar un punto de vista alojado en el extremo interno del conducto rectal advertiríamos del otro lado la presencia de un ojo que escruta con diligencia científica la intimidad más inalienable del paciente. Es el ojo del doctor Alexander McCullough el que admira el inexplorado universo interior del enfermo a través de la única ventana corporal con vistas al oscuro y tenebroso mundo que constituye el objeto de la ciencia proctológica.
Si además de poder adoptar ese punto de vista imposible nos fuese dada la perspicacia precisa para interpretar los sentimientos que animan al ojo que contrae y dilata nerviosamente su pupila, cabría afirmar que el susodicho ojo refleja la estupefacción que asalta al insigne médico, quien, en el transcurso de la exploración rutinaria, ha descubierto lo que jamás le advirtieron sus maestros que podía hallar emboscado en la cavidad rectal de un humano.
Su formación científica inclina al doctor a considerar la posibilidad de un tumor o una lesión cuya presencia habría escapado a la detenida inspección del tacto rectal que con precisión mecánica, y no sin el entusiasmo negligentemente disimulado del paciente, recorrió el abismo que nos ocupa. El diagnóstico es dudoso, en todo caso. El proctólogo, hombre de largos alcances y exquisita formación humanística, reflexiona acerca del insólito descubrimiento y sopesa la posibilidad de que el origen de la extraña masa pudiera no encontrar explicación en los tratados médicos. Quizás, aquella figura alada constituya una premonición, una advertencia, una suerte de admonición urdida por un ser más grande e inaprensible, una entidad sobrehumana ajena a los padecimientos de nuestra especie y, desde luego, a los íntimos pruritos del paciente de recto dolorido.
A la búsqueda de un diagnóstico riguroso y documentado, el proctólogo erudito, con un gesto teatral y premeditado, jura en la soledad de su consulta que, a mayor gloria del conocimiento humano, no cejará hasta llegar al fondo del asunto, compromiso que, proclamado a voz en grito, llega a oídos del paciente que, acomodado sobre la camilla con los pantalones a la altura de las rodillas, confía, los ojos cerrados, en que el deseo expresado por el doctor no sea ejecutado de manera literal.
Las inquietudes del bienintencionado proctólogo son ya compartidas por la comunidad científica toda e, incluso, por quienes son reputados como los más inquisitivos conocedores de la naturaleza y las inclinaciones humanas. Un gran congreso multidisciplinar ha sido convocado por la Universidad de Wurzburgo en un conocido hotel de la localidad. Allí se da cita lo más granado de la inteligencia internacional: junto a los médicos más eminentes comparten deliberaciones filósofos, teólogos, antropólogos, sociólogos y un sexador de pollos austríaco atraído por las excelencias que se cuentan de las bellezas de esta ubérrima tierra germana.
Las mentes rumian sus reflexiones que, tras una pausada digestión, regurgitan para compartir con el resto del congreso. Las deliberaciones y la confrontación de las ideas aportadas por los congresistas conducen a una conclusión que no por extraordinaria resulta, a la luz de los argumentos esgrimidos, menos evidente. Aquello que el proctólogo tomó en una primera aproximación diagnóstica por un tumor no es sino, agárrense, el alma humana. ¡Milenios han debido transcurrir para que el hombre haya podido acceder a las pruebas indubitables de la existencia del alma!
Y es que las cosas acaban apareciendo donde uno menos lo espera.
Pues allí, replegada tras las escarpadas colinas de un acceso hemorroidal orgullosamente erguido sobre el profundo valle de una fístula anal, se esconde una masa extraña y deforme, de origen y naturaleza desconocidos y cuya silueta evoca vivamente la de un par de alas desplegadas en actitud de vuelo.
Post-scriptum : Han transcurrido algunos meses desde el congreso y la conmoción que sus conclusiones causaron entre la opinión pública ha perdido intensidad. El alma con forma alada descubierta por el ya celebérrimo proctólogo no es hoy noticia. Sin embargo, los periódicos imprimen sus portadas con grandes caracteres que revelan la concurrencia de un acontecimiento funesto e inesperado. El paciente que albergaba en su interior aquel bello ejemplar de alma acaba de fallecer. Mas, como no hay mal que por bien no venga, la autopsia del cuerpo habrá de servirnos para constatar de manera incontestable la trascendencia del hallazgo consagrado hace meses por el consejo de sabios.
El proctólogo aplica el bisturí a la zona interesada, se abre paso a través de los tejidos, quiebra tendones y huesos y, en el preciso instante en el que la masa queda expuesta a la contemplación directa…prrrfff… la insólita presencia queda reducida a un gas de olor pútrido y denso que invade la sala de autopsias.
Su formación científica inclina al doctor a considerar la posibilidad de un tumor o una lesión cuya presencia habría escapado a la detenida inspección del tacto rectal que con precisión mecánica, y no sin el entusiasmo negligentemente disimulado del paciente, recorrió el abismo que nos ocupa. El diagnóstico es dudoso, en todo caso. El proctólogo, hombre de largos alcances y exquisita formación humanística, reflexiona acerca del insólito descubrimiento y sopesa la posibilidad de que el origen de la extraña masa pudiera no encontrar explicación en los tratados médicos. Quizás, aquella figura alada constituya una premonición, una advertencia, una suerte de admonición urdida por un ser más grande e inaprensible, una entidad sobrehumana ajena a los padecimientos de nuestra especie y, desde luego, a los íntimos pruritos del paciente de recto dolorido.
A la búsqueda de un diagnóstico riguroso y documentado, el proctólogo erudito, con un gesto teatral y premeditado, jura en la soledad de su consulta que, a mayor gloria del conocimiento humano, no cejará hasta llegar al fondo del asunto, compromiso que, proclamado a voz en grito, llega a oídos del paciente que, acomodado sobre la camilla con los pantalones a la altura de las rodillas, confía, los ojos cerrados, en que el deseo expresado por el doctor no sea ejecutado de manera literal.
Las inquietudes del bienintencionado proctólogo son ya compartidas por la comunidad científica toda e, incluso, por quienes son reputados como los más inquisitivos conocedores de la naturaleza y las inclinaciones humanas. Un gran congreso multidisciplinar ha sido convocado por la Universidad de Wurzburgo en un conocido hotel de la localidad. Allí se da cita lo más granado de la inteligencia internacional: junto a los médicos más eminentes comparten deliberaciones filósofos, teólogos, antropólogos, sociólogos y un sexador de pollos austríaco atraído por las excelencias que se cuentan de las bellezas de esta ubérrima tierra germana.
Las mentes rumian sus reflexiones que, tras una pausada digestión, regurgitan para compartir con el resto del congreso. Las deliberaciones y la confrontación de las ideas aportadas por los congresistas conducen a una conclusión que no por extraordinaria resulta, a la luz de los argumentos esgrimidos, menos evidente. Aquello que el proctólogo tomó en una primera aproximación diagnóstica por un tumor no es sino, agárrense, el alma humana. ¡Milenios han debido transcurrir para que el hombre haya podido acceder a las pruebas indubitables de la existencia del alma!
Y es que las cosas acaban apareciendo donde uno menos lo espera.
Pues allí, replegada tras las escarpadas colinas de un acceso hemorroidal orgullosamente erguido sobre el profundo valle de una fístula anal, se esconde una masa extraña y deforme, de origen y naturaleza desconocidos y cuya silueta evoca vivamente la de un par de alas desplegadas en actitud de vuelo.
Post-scriptum : Han transcurrido algunos meses desde el congreso y la conmoción que sus conclusiones causaron entre la opinión pública ha perdido intensidad. El alma con forma alada descubierta por el ya celebérrimo proctólogo no es hoy noticia. Sin embargo, los periódicos imprimen sus portadas con grandes caracteres que revelan la concurrencia de un acontecimiento funesto e inesperado. El paciente que albergaba en su interior aquel bello ejemplar de alma acaba de fallecer. Mas, como no hay mal que por bien no venga, la autopsia del cuerpo habrá de servirnos para constatar de manera incontestable la trascendencia del hallazgo consagrado hace meses por el consejo de sabios.
El proctólogo aplica el bisturí a la zona interesada, se abre paso a través de los tejidos, quiebra tendones y huesos y, en el preciso instante en el que la masa queda expuesta a la contemplación directa…prrrfff… la insólita presencia queda reducida a un gas de olor pútrido y denso que invade la sala de autopsias.
Y es que no somos nadie.
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