La revista estadounidense Harper’s Weekly dio cuenta en 1912 del extraordinario caso de Basil Glide. La publicación incluía un amplio reportaje gráfico (en su portada, el protagonista posa ante el Big Ben) y una reveladora entrevista al funcionario que sorprendió al Londres de su tiempo con sus singulares poderes.
La ausencia de un estilo depurado, la obvia impericia aeronáutica del contable, la tosquedad de su técnica levitadora y su absoluta carencia de sentido escénico no constituyeron, sin embargo, juicios capaces de entorpecer el asombro de los oficinistas del negociado testigos del sobrenatural episodio. Los departamentos municipales de Londres no ofrecen a diario espectáculos de esta especie.
La noticia del funcionario que levita en horario de oficina trepó por la escala jerárquica del Ayuntamiento hasta hacer cima en el mismísimo alcalde, quien, con el tiempo, habría de convertirse en el muñidor de la vertiginosa carrera social y profesional que condujo a Basil G. a ser reconocido como uno de los hombres más influyentes de su generación.
Pero volvamos a Basil. Hasta el día en que, vaya usted a saber por qué, se elevó casi un pie sobre el parqué del negociado, Basil G. no había levitado jamás. Tampoco volvería a hacerlo después, a pesar de la pertinaz insistencia de sus contemporáneos. “Quien hace una levitación, hace ciento”, murmuraban poderosos y populacho a su alrededor, convencidos de que si Basil no había vuelto a levitar era, sencillamente, porque no le daba la gana. Nadie quería creer que el pobre no habría sabido cómo repetir aquella maravilla del vuelo sin impulso.
La protección del alcalde y su recién adquirido carisma valieron a Basil G. un cargo de responsabilidad en el Ayuntamiento, un sillón en la Academia de las Buenas Letras del condado de Buckinghamshire, su tierra natal, un escaño en la Cámara de los Comunes, los títulos oficiosos de polígrafo, intelectual y poeta y una amante de la que le separaban 20 años y 40 kilos. Basil G. no volvió a levitar pero, a juzgar por el generoso trato que le dispensaba la vida, habría tenido sobradas razones para hacerlo.
La existencia le sonreía, por lo que apenas si le perturbó el acoso silencioso de quienes aguardaban la repetición del prodigio. “Quien levita una vez, levita ciento”, insistían plebe y aristocracia.
Si Basil subía al estrado en el Parlamento, ni uno solo de los honorables representantes de la soberanía popular reparaba en sus gestos ampulosos ni en su correcta dicción. La atención de los parlamentarios se concentraba en sus pies a la búsqueda de un indicio que revelase el inicio de un movimiento ascendente. Si exponía su docta opinión durante las sesiones de la Academia de las Buenas Letras, los señores académicos, ajenos al discurso del prohombre, fijaban la mirada en los zapatos de charol del ex funcionario, convencidos de que sería en aquella ocasión, ante un público tan selecto, cuando Basil G. se elevaría sobre sus conciudadanos para pasmo y orgullo del pueblo que le vio nacer. Tal cosa jamás sucedía.
Aquella monomanía persiguió a Basil G. hasta su mismo lecho de muerte. Junto a él, dolientes en aquel tránsito postrero del amigo, se hallaban los hombres más notables, admirables y cultivados de la nación. El celebérrimo Sir Alfred Ignatius Fox figuraba entre ellos.
En aquel preciso instante, y entre estertores, Basil G. abrió los ojos de improviso, como dos faros enormes y extraviados, escrutó a la concurrencia, irguió la cabeza, elevó los brazos, agitó las piernas y, cuando todos creían que, por fin, remontaría el vuelo para escapar de la iniquidad del mundo a través de la ventana de la habitación, dejó escapar una ventosidad y murió.
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